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Crítica de óperaCésar Wonenburger

En el Real también marcó (y triunfó) otro Gonzalo

De los dos tenores que protagonizan ‘I Lombardi’, una joya temprana de Giuseppe Verdi, el público del Teatro Real pareció premiar mejor, esta vez, no a la estrella (Francesco Meli) sino al menos experimentado (Iván Ayón)

'I Lombardi' de Verdi en el Teatro RealTeatro Real

En demasiadas ocasiones la ópera se parece al fútbol. Una tarde puede que el aficionado se acerque hasta el estadio para ver a Mbappé, y al final el que marca (y triunfa) es un joven canterano, Gonzalo. El agudo es el gol de los delanteros, en la ópera, los tenores. Y a veces, esa catarsis que se produce cuando el balón se deposita en la red merced a un testarazo inapelable se impone sobre toda lógica.

En el Real, con ‘I Lombardi’, esa ópera primeriza con la que el propio Verdi no había quedado muy conforme, pero que en cambio fue, curiosamente, la primera de las suyas en alcanzar la tierra americana ocurrió un poco como en ese otro teatro donde se exhiben los galácticos del balompié.

La obra, todo lo irregular que se quiera con su endeble arquitectura dramática, pero que contiene algunos de los números musicales más bellos del compositor (el célebre trío, ‘Qual volutà trascorrere’, vale por toda la entera carrera de Pierre Boulez, para quienes se tapan la nariz ante el Verdi del Risorgimento), tiene no uno sino dos tenores protagonistas.

El principal debería ser Arvino, el de más edad, y por tanto de instrumento más rotundo. Pero normalmente el que triunfa es el otro, Oronte, el joven, al que el músico dota de una ternura y poesía como pocas voces se encuentra entre los tenores de su etapa inicial.

Claramente, en el teatro madrileño, se cometió un error de reparto, por otra parte, muy común, al asignarle a un tenor demasiado ligero el rol con mayores arrobas, aquí el peruano Ayón Rivas. Y el del auténtico protagonista se le confió a otra voz liviana en su origen pero que, con el tiempo, se ha ensanchado, bien que, de modo artificial, para dar el salto a cometidos de mayor espesor dramático (acaba de debutar ‘Otello’), la de Francesco Meli.

Mediante esta operación, se ha vulnerado la veracidad dramática. Aquí, en realidad, el suegro parece (se escucha) el chaval, y el joven enamorado, el padre. Pero el público, al menos el del estreno, no pareció estar por ciertas sutilezas, y por eso la mayor ovación de la noche, las más sostenida e intensa, se produjo no para quien intentó ofrecer el canto más depurado, y no siempre logrado (Meli), sino para aquel capaz de mantener el agudo conclusivo de su aria (un luminoso do) durante más tiempo.

Solo había que ver la sonrisa de Francesco Meli, mientras la sala estallaba en un rugido ante el alarde de su compañero, para comprender la grandeza y miseria de esta profesión. «Ah, eso es lo que habíais venido a buscar…», parecía reflejar la disimulada mueca del cantante italiano, que luego, al concluir su parte, cerró la partitura como el colegial su cuaderno, descontento con el veredicto del profesor tras exponer la ardua lección, y se retiró del escenario algo contrariado. Es lógico. Propuso lo más relevante y otro cosechó los principales frutos.

‘I Lombardi’, como otros títulos tempranos de Verdi, vivió un cierto repunte a partir de la segunda mitad del siglo pasado, cuando varios teatros de renombre se empeñaron en desvelar la grandeza primigenia del genial compositor. Y para ello no se ahorraron recursos.

De esta pieza en particular se llegaron a ofrecer vistosas producciones en Covent Garden y La Scala, con José Carreras, Silvia Sass y Ghena Dimitrova; en Roma, confiada a la pareja Scotto/Pavarotti, y el Met volvería más tarde a ella con el propio Luciano Pavarotti y Lauren Flanigan en unas funciones históricas, durante los primeros 90, que aún hoy remiten a un teatro neoyorquino que ya no existe: lamentablemente esa calidad, empezando por la gloriosa batuta de James Levine, no se da hoy ni de lejos. Bueno, ni allí ni casi en ninguna parte.

‘Tutto declina’, afirmaba sir John Falstaff. Y el reclamo para estos conciertos de ‘Lombardi’ en un Real que definitivamente no cree en la fuerza arrolladora del primer Verdi, dado que renuncia a representarlo ofreciendo versiones a medio camino con los cantantes pegados a la partitura como en un ensayo, se centraba en la presencia de Francesco Meli y de Anna Pirozzi.

La soprano italiana, que tiene sus adeptos sin tratarse de una fuera de serie como las mencionadas, canceló a última hora y, en su lugar, compareció la rusa Lidia Fridman para naufragar, con su instrumento inestable, en las cálidas aguas del Siloé.

De Fridman no se sabe en qué división juega: a veces parece una mezzo y otras una ligera, pero lo que no ofrece duda, al menos no esta vez, es que su registro agudo resulta insuficiente para abordar con la debida soltura los endiablados saltos que le propone la escritura verdiana. Varias veces estuvo la voz a punto de quebrársele en momentos de máxima exposición, mostrando además una coloratura precaria. Tratándose de una sustitución podría llegar a colar, pero resultó decepcionante.

Tampoco el proclamado bajo, Marko Mimica, con su instrumento impersonal, su escasa rotundidad para componer un Pagano autoritario y malvado, cuando toca, y la nobleza que surge en la hora del arrepentimiento de este ambiguo personaje (reducido esquemáticamente por el libretista, Temistocle Solera, del original, el vasto poema épico de Tomasso Grossi, en la línea de Tasso), superó una digna discreción.

De Ayón Rivas ya se ha dicho lo esencial: una agradable voz de tenor ligero, firmemente asentada en el registro agudo, pero en un rol que no es para él pese al triunfo. Posee olfato goleador, como Gonzalo, se deja querer y la audiencia le corresponde, como tantas veces sucede, también, en el circo.

Franceso Meli se esmeró por darle su justa medida al mimo con el que Verdi iluminó las frases de su Oronte, aunque, también en su caso, a veces los resultados no se corresponden con las genuinas intenciones, y no porque este tenor no ponga el justo empeño: véase la cabaletta que sigue a su conocida aria, expuesta esta con arrojo.

Procuró el artista dotarla de un cierto aroma belcantista, casi diríase que belliniano, mecido por la morosa batuta, mediante sutiles claroscuros, algo exagerados, en un momento que demanda acentos más viriles, vibrantes. Pero quién puede negarle el mérito de intentar mostrarse expresivo gracias a las mejores virtudes de un fraseo bien esculpido.

La voz, en cambio, siempre magníficamente proyectada (la única verdaderamente operística entre las principales), muestra los achaques de un instrumento forzado para parecer lo que, en origen, no es. La fluidez natural se resiente en un canto a ratos demasiado forzado; asoma un leve vibrato y procura esquivar el agudo siempre problemático (no ofrece ninguno de los alternativos que el Pavarotti declinante de los 90 aún se permitía interpolar, por ejemplo, en la citada cabaletta).

Adecuados los comprimarios, con los lujos de Josep Fadó y Miren Urbieta para sus breves roles y un sonoro Lagares, además de los solventes Fuentes y Gancedo en los propios.

Lo mejor de la velada vino seguramente de la mano de un Daniel Oren que quizá busque ahora, con el oscuro peluquín, recobrar algo de aquella energía juvenil, pródiga en enormes saltos y cabriolas en el podio, de otro tiempo.

En realidad, no precisaría de cosméticos enmascaramientos, la experiencia lograda en estos años de magnífica entrega a la causa lírica confiere a sus lecturas un poso de sabiduría como pocas veces se encuentra hoy en esos maestros jóvenes que desdeñan los secretos del buen concertador.

Su atención a las necesidades, y el exacto conocimiento de los defectos y virtudes de su compañía de canto, para servir a la partitura, no cuenta ahora con muchos rivales. Un Verdi tan detallista pocas veces se da estos días. Desde luego, no en este coliseo.

Oren se conoce de sobra, también, los trucos, con esa gestualidad a veces exagerada (menos que en otras épocas) que parece denotar una absoluta implicación con demandas a veces incomprensibles para los músicos. Pero que resultan efectivas en la medida en la que exige de todos la máxima concentración: tanto la Sinfónica de Madrid como el Coro Intermezzo no solo no se aburrieron con él, sino que intentaron (y lo lograron casi siempre) seguir sus indicaciones, jugando con el tiempo (a veces se recrea en exceso en morosidades), explorando los límites en las dinámicas (ese prodigioso inicio susurrado).

Magnífica resultó la concertino en el breve concierto para violín con el que Verdi parece desear resarcirse de su escaso desempeño fuera de los teatros de ópera, donde realmente se hallaba fama y fortuna, y la primera flautista en varios de los momentos más expuestos y bellos.

Fantástico el coro, que aquí asume las veces del pueblo y resulta bendecido con uno de esos momentos de honda emoción con los que el compositor aprovechaba, además, para inflamar la platea de sentimiento patriótico (‘O signore…’, el intento, más que logrado, por repetir el éxito del ‘Va pensiero’).

Para futuras temporadas, sería deseable que el Real abandonase ya para siempre los prejuicios con Verdi y se decidiese, de una vez por todas, a representar estas obras (‘Lombardi’, ‘Attila’, ‘Foscari’, ‘Luisa Miller’, …) a las que parece observar desde la distancia, con cierto, incomprensible desdén.

Lógicamente no es fácil encontrar a cantantes que les hagan justicia (en eso hay que trabajar), ni a los directores de escena adictos a la psiquiatría les suelen parecer lo suficientemente interesantes para poder desplegar su limitado ingenio (tampoco son imprescindibles: con Verdi basta seguir la partitura y sus propias indicaciones para desplegar todo un mundo de ideas a veces mucho más ricas, sugestivas y complejas de lo que pueda parecer en una lectura apresurada y superficial).