¿Merece la pena estudiar una carrera?
Renunciar a la valía de los títulos universitarios como respuesta a esta disfunción es un error. Equivale a despojar a la sociedad de una herramienta fundamental para la movilidad social y el desarrollo del conocimiento
La ministra de Universidades, Diana Morant, ha declarado recientemente que «tener un título universitario ya no es garantía de éxito» y que «no todos los trabajos del futuro necesitarán estudios universitarios». Ambas afirmaciones reflejan una inquietud creciente, compartida por estudiantes, familias y empleadores, sobre el verdadero valor de la educación superior en el siglo XXI. Y es una inquietud legítima. Sin embargo, conviene desconfiar de una conclusión simplista –y potencialmente irresponsable– que sugiere que los títulos universitarios «no sirven para nada». Más aún, cuando quien la pronuncia es, precisamente, la persona encargada de garantizar que la universidad pública ofrezca estudios de calidad y con impacto real en el futuro profesional y personal de los estudiantes. Si la titular de la cartera de Universidades asume que el título ha perdido valor, cabría preguntarse si no está revelando, implícitamente, el fracaso de su propia política. El problema no es el concepto de educación superior en sí, sino la incapacidad de algunas instituciones, y del sistema en su conjunto, para adaptarse a las nuevas exigencias sociales, tecnológicas y laborales. Renunciar al valor de los títulos universitarios en lugar de reforzarlo equivale a rendirse ante la desigualdad y la mediocridad.
Ortega y Gasset, a principios del siglo XX, alertaba sobre la necesidad de que la universidad estuviera íntimamente ligada a su tiempo y a su sociedad. En sus propias palabras: «La universidad, si quiere ser fiel a su misión, ha de estar abierta a la plena realidad de su tiempo, ha de ser un órgano de la sociedad en que vive, y ha de estar, por tanto, en contacto inmediato con las urgencias y necesidades de esta». Esta reflexión extraída de su obra «Misión de la Universidad», subraya que el problema no reside en el concepto de educación superior, sino en su desvinculación de las exigencias sociales, tecnológicas y laborales actuales. La falta de esta conexión vital convierte a la universidad en una institución ensimismada y, en última instancia, irrelevante para el progreso individual y colectivo.
Renunciar a la valía de los títulos universitarios como respuesta a esta disfunción es un error. Equivale a despojar a la sociedad de una herramienta fundamental para la movilidad social y el desarrollo del conocimiento. En su lugar, el desafío consiste en reforzar el valor de la formación universitaria, asegurando que los planes de estudio, las metodologías de enseñanza y las competencias adquiridas respondan de manera efectiva a las necesidades del siglo XXI.
La consecuencia directa de no abordar esta reforma es un aumento de la desigualdad y la mediocridad. Una educación superior anquilosada y desconectada del mundo real perpetúa las brechas sociales, al no ofrecer a los estudiantes las herramientas necesarias para prosperar en un mercado laboral competitivo. Al mismo tiempo, fomenta la mediocridad al no promover la excelencia, la innovación y el pensamiento crítico que son indispensables para el avance de cualquier sociedad.
Los datos avalan esta hipótesis. En Estados Unidos, donde disponemos de mejores datos de largo plazo, un estudio reciente del National Bureau of Economic Research (Bleemer y Quincy, 2024) ha confirmado que el rendimiento económico de asistir a la universidad, medido por la diferencia salarial entre quienes cursaron estudios universitarios y quienes solo tienen bachillerato, se ha vuelto más desigual en función del origen social. Hace apenas medio siglo, el beneficio salarial de la universidad era prácticamente el mismo para los hijos de familias ricas y pobres. Hoy, los estudiantes de familias acomodadas ganan, de media, el doble que sus pares más desfavorecidos, incluso habiendo cursado estudios similares.
Esta brecha no se debe simplemente al esfuerzo o al talento individual, sino a tres tendencias preocupantes que podrían estar replicándose también en España.
La primera es la caída relativa en la calidad de muchas universidades públicas orientadas a la docencia, que son precisamente las que concentran a estudiantes de menor renta. Desde los años 60, la financiación por alumno de estas instituciones ha quedado rezagada respecto a las universidades más selectivas, afectando tasas de graduación, empleabilidad y retorno económico de los estudios. La segunda es la creciente matriculación de estudiantes con menos recursos en centros de menor valor añadido. Estos centros suelen ofrecer títulos más cortos, con menor reconocimiento y escasa inserción laboral, generando una falsa expectativa de movilidad social.
La tercera tendencia es más sutil pero igual de importante: la elección de carrera. Los estudiantes de rentas altas han migrado hacia disciplinas como informática, economía o finanzas, con alta demanda en el mercado laboral, mientras que los de rentas bajas permanecen, en mayor proporción, en áreas de menor rentabilidad económica como las humanidades. Así, la libertad de elegir qué estudiar se convierte en un lujo, condicionado por el riesgo económico que cada familia puede asumir.
En conjunto, estas diferencias explican hoy hasta un 25% de la transmisión intergeneracional de la renta en Estados Unidos. Es decir, la universidad, que antaño servía para corregir las desigualdades, ha pasado en muchos casos a perpetuarlas.
¿Y en España? A falta de estudios tan precisos, todo apunta a que seguimos caminos similares. La expansión acelerada del sistema universitario no ha ido acompañada de una reflexión realista sobre el valor añadido de cada titulación, sobre la equidad en el acceso a las mejores instituciones o sobre la conexión entre estudios y mercado laboral. La universidad pública, aunque más accesible, no siempre garantiza la mejor formación ni la mejor inserción. Y la privada, salvo contadas excepciones, no ha sabido competir por calidad ni especialización.
Es momento de actuar. El debate no debe centrarse en sí «hace falta o no» un título universitario, como si se tratara de una moda. La pregunta correcta es: ¿qué tipo de universidad y para qué estudiantes queremos construir? Si no reformamos con decisión, corremos el riesgo de que el título universitario pierda su sentido como motor de progreso social y se convierta en otro mecanismo más de reproducción de la desigualdad.
Jorge Sainz es Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos