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Un punki en la radio.

Un punki en la radio.

Crónicas castizas

El ventrílocuo de Encarna en la radio

Siempre le deberé una, pues fui culpable de reenviarle a una francesa de buen ver, con hechuras vikingas, que me preguntó por un experto en cosas de la morería y en un momento de debilidad mental provocado por la estética y el tacto, Juan se casó con ella atraído por el chasis de Ferrari

Juan había sido periodista del extinto diario Pueblo, que pilotó con mano firme en otros tiempos Emilio Romero y en el ejercicio de sus funciones de plumilla nos conocimos. Era un periodista magnífico, de raza que dicen, y cuando se acabó el periódico de los sindicatos verticales, los «verticatos», anduvo dando tumbos por otros diarios y publicaciones de las que pagaban tarde y mal, que abundaban, y las que no lo hacían ni siquiera tarde.

Siempre le deberé una, pues fui culpable confeso de reenviarle a una francesa de buen ver con hechuras vikingas, que me inquirió si podía indicarle a algún experto español en cosas de la morería y en un momento de debilidad mental provocado por la estética y el tacto, Juan se casó con ella atraído por el chasis de Ferrari. Pero es tan buena persona, él digo, que me ha perdonado o ya finge que no se acuerda, que da casi lo mismo.

Periodistas dando trompicones de un medio a otro no es algo extraño. Juan acabó de ayudante de una famosa estrella de la radio que le pedía que se arriesgara por esos mundos para hacer grabaciones que luego se emitían por una devota radio española en un programa de éxito. Y entre los encargos que recibía algunos hacían peligrar su físico, pues Juan no es Tarzán, ese rumano de origen alemán que se llamó Johnny Weissmüller, que hizo nuestras delicias infantiles cuando el cine era en blanco y en las películas de África también en negro; ni tampoco Juan era cinturón marrón de arte marcial alguna ni de nada que suene oriental.

El caso es que vino a verme apurado para pedirme que le echara una mano —decía San Agustín que «si necesitas una yo tengo dos»— y que le manifestara si conocía a algún punki para contestar a sus preguntas sin que le pusiera la cara como un mapa en la entrevista. Así que acabamos en la entrada de un antro de Malasaña, llamado Malandro, de donde me habían echado, pero esa es otra historia, y con la puerta semiabierta para que se escuchase la música ratonera que arañaba los oídos y casi la piel. En el lugar me puse en el papel meramente verbal de punki, tono y lenguaje, que vestimenta no era menester para una grabación de sonido, contestando al interrogatorio de Juan con su mano empuñando una buena grabadora.

Cuál sería mi sorpresa cuando al escuchar la emisión del programa en la popular radio la famosa había borrado la voz de Juan y había puesto la de ella en su lugar, como si la intrépida reportera se hubiese hundido en la noche de Madrid y hubiera hecho ella misma las preguntas al presunto punki. Visto que la cosa funcionó bastante bien, le llovieron a Juan nuevos encargos y yo me tocó hacerme pasar por heavy, rocker y algún estereotipo modernista más que no recuerdo siempre con la misma tónica en que la famosa suplantaba a Juan como entrevistadora en directo cuando ni se había acercado por ese barrio donde moro y donde transcurrieron las grabaciones.

Juan al final consiguió trabajar para una poderosa empresa europea más puntual en los pagos y generosa en los emolumentos.

Cuando caí fulminado por mis malas costumbres y estaba convaleciente en casa, Juan vino en alguna ocasión a leerme libros cuando yo no podía hacerlo. Y eso no lo olvidaré mientras no me devore el alzheimer o su hermano gemelo.