
Portada de una revista en un quiosco de Teherán el 19 de abril de 2025
Irán: la modernidad sofocada
A casi medio siglo de su fundación, la República Islámica de Irán continúa desafiando las categorías convencionales del análisis político
Mientras vemos en televisión cómo Israel o Estados Unidos bombardean objetivos en Irán —y escuchamos, casi con morbo técnico, el peso exacto de las bombas y la nomenclatura de los misiles empleados—, conviene detenerse y preguntarse si realmente entendemos de qué estamos hablando. La lógica de la información instantánea nos ofrece imágenes impactantes pero vacías de contexto, titulares que se disuelven en horas. Pero Irán no es una diana en un mapa ni un campo de pruebas militares: es una nación compleja, con una historia densa, tensiones internas y una estrategia de poder que no se explica con una cronología de ataques. Para comprender lo que está en juego, es imprescindible ir más allá del estruendo de las explosiones y adentrarse en los porqués y en los quiénes. Este artículo intenta hacer precisamente eso.
A casi medio siglo de su fundación, la República Islámica de Irán continúa desafiando las categorías convencionales del análisis político. No es una democracia, pero contiene elementos electorales. No es una dictadura clásica, aunque ejerce un control autoritario. Tampoco es una teocracia pura, pese a que los clérigos dominan los principales resortes del poder. Se trata, más bien, de un sistema político híbrido, donde la ideología revolucionaria ha sido institucionalizada, transformándose en una arquitectura de poder altamente funcional, aunque profundamente disonante con la sociedad que gobierna.
El Estado: un ecosistema faccional, no un bloque monolítico
La estructura del Estado iraní se basa en una lógica de equilibrio controlado. El poder reside formalmente en el Líder Supremo, una figura que concentra atribuciones constitucionales, religiosas y militares. Sin embargo, bajo esta cúspide vertical existe un sistema de competencia permanente entre facciones: conservadores tradicionales, tecnócratas pragmáticos, populistas nacionalistas y reformistas de inspiración republicana. Esta rivalidad interna no conduce a un pluralismo democrático, pero introduce márgenes de maniobra que han permitido la supervivencia del régimen. La competencia es real, aunque esté restringida; las elecciones son auténticas, aunque bajo condiciones excluyentes.
Esta dinámica faccional permite al sistema regenerarse sin reformarse. Cambian las caras, se ajustan los discursos, pero los fundamentos del poder permanecen intactos. El resultado es una notable capacidad de adaptación institucional, capaz de absorber presiones externas y críticas internas sin que se rompa el núcleo del régimen.El poder armado y económico del IRGC
En este ecosistema, los Guardianes de la Revolución (IRGC) no son sólo una fuerza militar. Se han convertido en uno de los actores políticos y económicos más poderosos del país. Gestionan conglomerados industriales, infraestructuras estratégicas, empresas constructoras y redes comerciales. Desde la energía hasta las telecomunicaciones, pasando por las aduanas y los puertos, su influencia se extiende como una segunda administración paralela.
Su lealtad al régimen ya no descansa en una ideología islámica radical, sino en la defensa de un entramado de intereses que garantiza estabilidad política y beneficios materiales. Son el músculo del Estado, pero también su columna vertebral económica. Esta simbiosis ha reducido el margen para cualquier reforma estructural que amenace los privilegios acumulados por estas élites militares-empresariales.
Sociedad civil: juventud, mujeres y resistencia cultural
Si el Estado representa la petrificación revolucionaria, la sociedad simboliza la modernidad reprimida. Más del 60 % de la población iraní tiene menos de 35 años. Es una generación hiperconectada, alfabetizada, urbana y expuesta al mundo exterior a través de redes digitales, contenidos globalizados y aspiraciones individuales. Las mujeres, pese a las restricciones legales y culturales, se han convertido en el principal motor de cambio silencioso: desafían el código de vestimenta, lideran protestas, emprenden negocios y buscan espacios de autonomía en todos los ámbitos.
A falta de una oposición política organizada, la resistencia toma formas culturales: cine, música, arte, humor, lenguaje codificado. El régimen ha intentado sofocar esta efervescencia a través de vigilancia digital, represión selectiva y censura. Pero la presión social es persistente. Aunque no se articula aún en una alternativa política viable, la distancia entre gobernantes y gobernados se ensancha de forma estructural.
Economía dual: resiliencia controlada
El sistema económico iraní funciona en un doble plano. Por un lado, existe una economía formal, fuertemente intervenida, asfixiada por sanciones, plagada de corrupción y con una moneda debilitada. Por otro, opera una economía paralela —en gran parte bajo control del IRGC y redes afines— que permite esquivar embargos, traficar con petróleo, importar bienes estratégicos y sostener las finanzas del poder.
Esta economía dual no genera desarrollo sostenible ni bienestar para la mayoría, pero sí asegura recursos suficientes para preservar el statu quo. La estrategia no es crecer, sino resistir. Y en ese objetivo, Irán ha logrado una capacidad de adaptación envidiable. Las sanciones internacionales, lejos de desestabilizar al régimen, han reforzado su narrativa de asedio externo y han consolidado sus mecanismos internos de distribución clientelar.
El colapso de la legitimidad ideológica
Donde el sistema muestra grietas más profundas es en el terreno de la legitimidad. La ideología islamista revolucionaria que galvanizó al país en 1979 ha perdido capacidad de convocatoria. El discurso clerical, envejecido y anacrónico, ya no interpela a una población urbanizada y tecnológicamente empoderada. La religiosidad persiste, pero se ha desvinculado del proyecto político. Cada vez más, el régimen necesita de la coerción más que del consenso.
El Estado islamorrevolucionario se sostiene ahora en la eficiencia de su aparato represivo, en la manipulación electoral y en la redistribución discrecional de recursos a sectores leales. La religión, que fue su columna vertebral, se convierte en una justificación retórica. La hegemonía ya no es ideológica, sino puramente operativa.
Un sistema atrapado entre dos inercias
Irán no está al borde del colapso. Su régimen es demasiado denso institucionalmente y demasiado flexible políticamente como para desmoronarse por una simple revuelta, o varias tandas de misiles. Pero tampoco está en condiciones de reformarse. Los intereses incrustados, la fragmentación del poder, el aislamiento internacional y el miedo a perder el control bloquean cualquier intento de cambio estructural.
La República Islámica parece atrapada en una especie de limbo estratégico: demasiado estable para hundirse, demasiado disfuncional para avanzar. Ha domesticado la revolución, pero al precio de fosilizarla. Y aunque sigue resistiendo, cada ciclo de protestas y represión deja una erosión acumulativa que pone en duda la sostenibilidad del modelo.
En ese sentido, Irán encarna una lección más amplia: en el siglo XXI, los regímenes autoritarios no necesitan ser legítimos para sobrevivir. Basta con que sean eficaces en gestionar su propia perpetuación, aunque eso implique gobernar un país cansado, frustrado y desesperanzado.
- José A. Monago Terraza es portavoz adjunto del Grupo Popular en el Senado y miembro de las Comisiones de Seguridad Nacional y Defensa