Revisando armamento español capturado en la guerra de Irak contra Irán
Crónicas castizas El bautizo de los hijos de Alí
Los problemas labraron su cara de surcos. Su paso por la cárcel en su país de acogida, donde no se premiaba ni se miraba con buenos ojos la importación de fusiles Kalashnikov y otros artefactos bélicos, le hizo un apestado incluso para los suyos
Había sido conductor de un ayatolá iraní, que no sólo Jomeini tuvo ese grado. En el Sepah Pasdaran, la guardia revolucionaria musulmana, combatió a los separatistas kurdos que quisieron aprovechar la ocasión y declararse independientes, beneficiándose del revuelo de la desordenada revolución islámica.
Cuando llegó a Barcelona, en el puerto, varias mujeres se le ofrecieron de forma descarada, que no descarnada, y pensó que en su tierra le habían dicho la verdad: «todas las occidentales son unas frescas». Poco después, a la hora de reclamar el pago, comprobó que era sexo mercenario como el que había en su país y en cualquier otro del Este y del Oeste.
Tuvo amoríos convulsos con una adicta morena que le trajeron por la calle de la amargura y al borde del contagio. Los problemas labraron su cara de surcos. Su paso por la cárcel, en su país de acogida, donde no se premiaba ni se miraba con buenos ojos la importación de fusiles Kalashnikov y otros artefactos bélicos, le hizo un apestado incluso para los suyos que le hicieron el vacío.
El tiempo que le asilé en mi casa, indignado por el abandono de sus compatriotas y cofrades, fue el tiempo que mejor custodiado estuvo mi domicilio por unos hombrecillos discretos, pero omnipresentes en los alrededores del edificio, especialmente en el zaguán de las Mantequerías Leonesas, que enfrentaba mis ventanas.
Era simpático y generoso, alto y desgarbado con un rostro quijotesco y moreno, iluminado por una mirada brillante, intensa y febril que se cruzó un día con los ojos azules de una española de bien, alta, guapa y estilosa, que fumaba Rex y trabajaba de secretaria de un diplomático que lo era más que de carrera a la carrera.
Y al final se casaron y el Señor de los mundos y de los espacios infinitos les bendijo con dos varones, Ciro y Dario, nombres imperiales persas de historia ancestral, tanto que uno sale de protagonista en el Libro de Daniel en la Biblia.
Una tarde que Alí, ¿hay nombre más chiíta que ese?, bajó de su casa para hacer unos recados ella, su mujer, me pidió sin ambages que bautizara a los niños. «Alí es bueno pero no puede consentirlo por su religión en parte, y por sus amistades en total; y yo en conciencia no les puedo dejar sin bautizar», me explicaba para disipar mi perplejidad ante su insólita solicitud.
La inesperada ceremonia tuvo lugar apresurada en el baño donde se sucedieron en el sacramento ambos bebés a la luz de una vela, quizás lo único premeditado. Los niños arrancaron a llorar bajo el agua fría del lavabo derramada sobre sus cabezas uno tras otro: «yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». La mujer de Alí y yo nos miramos un poco sorprendidos de nuestra osadía por lo que acabábamos de hacer. Sonreímos y suspiramos, devolvimos a los niños a sus cunas antes de que regresase su padre, ignorante de lo que había ocurrido en su casa.
Isabel quiso honrar el origen persa de sus hijos y finalizó con la lectura de un poema de Omar Jayam: «Si Tú castigas el mal con el mal, ¿qué diferencia hay entre Tú y yo?»,