De comienzo en comienzoElena Murillo

Ratzinger, teólogo y Papa

Actualizada 05:00

A poco más de veinticuatro horas de que se celebren los funerales por el Santo Padre Benedicto XVI y a pesar de todos los artículos que se han ido publicando dedicados a recordar su trayectoria de vida, he tenido la oportunidad también a nivel particular de pensar en aquello que aprendí de sus textos e intervenciones o que me transmitieron mis profesores de Teología. Los primeros días del año están permitiendo revisar el gran legado que ha ido dejando este hombre santo hasta el día de su defunción. Al margen de una de sus obras de referencia, Jesús de Nazaret, uno de esos libros imprescindibles que ocupan mis estanterías, voy a hacer alusión a otras dos.
En primer lugar, tengo el convencimiento de que hemos conocido a un futuro doctor de la Iglesia. Él mismo nombró a dos nuevos doctores, uno de ellos tan cercano como San Juan de Ávila. ¡Qué gran teólogo, Ratzinger! ¡Cuánta sabiduría entregada a la Universidad y plasmada en sus extensos escritos! Como escribiera Olegario González de Cardedal en la introducción a la edición española de El espíritu de la liturgia, la obra de Ratzinger establece un diálogo crítico con los acontecimientos sucedidos desde el Concilio y, de manera sintética, señala que la verdad de la Iglesia, del cristianismo, está basada en la fe del evangelio, la oración de la iglesia y la misión al mundo.
En sus libros no deja de lado los temas que angustian y preocupan al hombre de a pie, al de hoy. Lo afronta todo. Cuando apareció Luz del mundo hace ya más de una década, pude comprobar la cercanía del papa con el periodista Peter Seewald. Me pareció fantástico cómo hablaba no de una Iglesia en decadencia en Europa sino de saber ver en la modernidad los valores morales que no tienen otra procedencia que el cristianismo. En esa ocasión afrontó los casos de abuso sexual que habían provocado un gran schock en su persona. Y, una vez más, sabía sacar lo bueno: «habrá cizaña en el trigo como dijo el Señor pero la semilla, su semilla, seguirá creciendo». Benedicto XVI, en aquella ocasión, pedía la oración para que las víctimas mantuvieran su fe en Cristo y en la comunidad viva de la Iglesia. En contraposición a este tema, hacía referencia a la grandeza y belleza del sacerdocio.
Su preocupación se basaba en el celibato y el matrimonio monógamo, en el gran desafío que suponía sostener a ambos. Hacía un análisis del tiempo de escándalos en que se puede ver cuánto fallan los miembros de la Iglesia, lo que hace experimentar la humillación. Sin embargo, insistía en que el Señor no nos deja sino que sostiene a la Iglesia en los momentos de debilidad de los hombres.
Y una última cita de este diálogo, que puede ser algo así como una máxima que observar y meditar: «ser cristiano no debe convertirse en algo así como un estrato arcaico que de alguna manera retengo y que vivo en cierta medida de forma paralela a la modernidad. Ser cristiano es en sí mismo algo vivo, algo moderno, que configura y plasma toda mi modernidad y que, en este sentido, la abraza en toda regla».
Para finalizar quiero recordar aquella aparición, como un encuentro íntimo, que pudimos tener en una visita a Roma con mi familia, cuando Benedicto XVI se dirigía a la Plaza de España el día de la Inmaculada. Sorpresa, emoción, inquietud… no sabría calificar con una palabra el cúmulo de sentimientos al ver en una calle vacía la inmensidad del sucesor de Pedro. Hasta siempre, Benedicto.
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