La culpa fue de Walt DisneyBlas Jesús Muñoz

El dolor invisible

«Durante muchos días la señora lo paró con cualquier excusa y, más de una vez, se sintió mal por no tener ni el tiempo ni la conversación suficiente»

Actualizada 05:00

Todos los días pasaba por la zona común de la urbanización. Siempre caminaba apresurado, pensando en mil cosas (el trabajo, las extraescolares de los niños, aquel artículo que tenía que dejar terminado para la edición de mañana). Todo era estrés, un permanente dolor de cabeza y unas ojeras que algún día le iban a llegar hasta el suelo.
En ese camino de la entrada hacia su portal (el primero de los cuatro que había) siempre había un elemento común, al fondo se dibujaba la silueta de una mujer apoyada en su andador. La observaba de refilón, apenas un par de segundos, pero le adivinaba el pelo blanco y la actitud hierática.
Los primeros días también le aventuraba una mascarilla, como un escudo heredado de la pandemia -pensó-. Pero cuando se desviaba hacia el portal esos fugaces pensamientos quedaban atrás.
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Un día la descubrió hablando. Aminoró el paso para, en un lapso exiguo, comprobar que hablaba y le estaba dando conversación a una vecina. Esa escena comenzó a ser cotidiana, fuera el vecino que fuese. Y, una tarde cualquiera, le tocó a él. La señora se hallaba cerca de su portal y, tras saludarlo, le preguntó por un vecino, luego le habló del tiempo y, después, le comentó algunos aspectos personales (su lugar de origen, que vivía sola y que sobrepasaba los 80 años).
Él habló poco, su timidez nunca le permitió la locuacidad si no había confianza de por medio. Pero al despedirse sintió una profunda pena. Aquel pelo corto, aquellos ojos claros, aquella soledad que se marcaba en el intento desesperado de mantener una conversación al menos diez minutos, delataban silencios no deseados.
Durante muchos días la señora lo paró con cualquier excusa y, más de una vez, se sintió mal por no tener ni el tiempo ni la conversación suficiente. Otras le resultaba entrañable y descorazonador observar como paseaba con su andador en busca de algún vecino que saliese o entrase. Hasta que, al cabo de un tiempo, ya no la volvió a ver y supo que el final había llegado, mientras se preguntaba si el suyo sería algún día así. A él, que siempre le había gustado estar solo, le cruzó el pecho la punzada de la soledad no deseada.
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