Halloween: cuando olvidamos lo que hay que celebrar
«Es gesto sin raíces, perfecto para un tiempo en el que la identidad se puede alquilar, como un disfraz, por unas horas»
Las sociedades siempre han buscado formas de convivir con la idea de la muerte. Antes bastaba con una vela, un silencio y un nombre pronunciado en voz baja. Hoy preferimos luces artificiales, disfraces importados y un catálogo de emociones prefabricadas. Tal vez no sea peor pero sí más revelador de lo que estamos dispuestos a admitir.
España, y Córdoba con ella, ha abrazado Halloween con entusiasmo. Calles llenas, niños disfrazados, comercios decorados. Nada malo en ello: la fiesta es divertida, fotogénica y funciona. Pero conviene reconocerlo sin rodeos: no llegó como tradición, sino como producto de exportación cultural, impulsado por la maquinaria global que convierte símbolos en negocio y homogeneiza calendarios y emociones. La globalización no solo mueve mercancías; mueve imaginarios, y nos invita, con suavidad y eficacia, a adoptarlos sin pedir explicaciones.
El problema no es celebrarla, sino no preguntarnos jamás qué revela de nosotros esa facilidad para incorporar ritos prefabricados.
Halloween no desembarcó aquí como memoria, sino como formato listo para usar. Todo viene dado: estética, narrativa, hasta el tipo de «experiencia». Es gesto sin raíces, perfecto para un tiempo en el que la identidad se puede alquilar, como un disfraz, por unas horas.
Durante siglos, el final de octubre era otra cosa. No ruidos, sino silencio. No zombis, sino recuerdos. No espectáculo, sino memoria íntima. En estas fechas, las familias visitaban a sus muertos, limpiaban nichos, llevaban flores, rezaban o, simplemente, estaban. Era un acto humilde y profundo: reconocer que pertenecemos a una cadena de afectos que nos precede y nos sostiene.
Hoy esa relación con la muerte se diluye entre luces LED y oferta comercial. No porque celebrar sea malo, sino porque olvidar qué celebrábamos antes y por qué lo hacíamos empobrece nuestro imaginario. Donde había recogimiento, ahora hay consumo; donde había raíces, ahora hay cartón piedra.
El fenómeno dice más de Europa, y de nosotros, que de Halloween. Cada vez necesitamos más referencias externas para sentirnos parte de algo. Como si la incertidumbre y el desencanto con nuestros propios relatos nos empujaran a refugiarnos en identidades instantáneas: lo que hoy llamamos pertenencia es, a menudo, tendencia.
Y así, sin mala intención, acabamos defendiendo símbolos que no comprendemos y tomando partido según sople el viento. El refranero, tan práctico como severo, ya lo advertía: «¿Adónde va Vicente? Donde va la gente». Ese es el riesgo: convertirnos en una sociedad que adopta banderas culturales, morales o políticas por contagio, no por convicción. Confundimos emoción inmediata con conciencia histórica.
Córdoba, habituada a convivir con capas de tiempo, ofrece un contraste elocuente. Aquí la memoria no es abstracta: está en las plazas donde se enterraba extramuros, en las iglesias donde se encendían velas por los ausentes, en los cementerios donde las familias guardan nombres que no desean borrar. No hace falta idealizarlo: basta reconocer el valor de esa continuidad silenciosa que no debería perderse, incluso mientras evolucionamos.
Esta no es una invitación a prohibir nada ni a reinstaurar liturgias obligatorias. Es una llamada a no vivir en piloto automático. A celebrar, sí, pero pensando. A disfrazarnos, si queremos, sin disfrazar la memoria ni la tradición con capas de plástico y ruido ajeno.
Tal vez, solo tal vez, lo verdaderamente subversivo en tiempos de consumo compulsivo sea dedicar unos minutos a recordar a quienes nos dieron nombre, tiempo y amor. Aunque nadie suba la foto. Aunque no haya música. Aunque no exista «evento».
Puede que celebrar Halloween sea legítimo, o puede simplemente que nos toque aguantarlo, pero lo que de verdad debería preocuparnos es esto: que, por seguir la corriente, acabemos olvidando aquello que nos sostuvo cuando aún sabíamos quiénes éramos.