La verónicaAdolfo Ariza

La impostura

El máximo nivel en esta impostura será aquella que confíe a ciegas en un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorificará a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su mesías venido en carne

Somos claramente advertidos: «[…] al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24, 12). Esta sacudida en la fe de muchos creyentes – «[…] cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 8) – desvelará todo un «Misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad (cf. CCE 675). Además de que, con san Agustín, conviene no olvidar que «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (De civitate Dei). No en vano, la consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas (cf. CCE 769).

El máximo nivel en esta impostura será aquella que confíe a ciegas en un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorificará a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su mesías venido en carne. En una de sus homilías, recientemente publicadas, Benedicto XVI ya advertía en este sentido: «Pensemos en los grandes dictadores: Hitler, Stalin, Pol Pot, Mao Tse-tung; todos ellos decían: llevamos a la humanidad a su verdadera felicidad, al paraíso. […] Pensemos en Nietzsche, que se burlaba de los cristianos como hombres débiles, y a esta debilidad contraponía el hombre fuerte que destruye. Pensemos en Marx con su promesa: su paraíso sin Dios se convirtió en un gran campo de concentración. Pensemos en Freud, en su destrucción del alma. Pensemos, ahora, en los positivistas que dicen que solo es verdad lo que es material, y por eso dicen también que la libertad es solo una apariencia, mientras que en realidad todo se reduce a los procesos físicos que podamos reconstruir: al final, la gran palabra de la libertad, de la autonomía, desaparece en las mentiras del positivismo».

Puede que sea semilla de esta impostura religiosa «una obsesión por la política que es, en parte, el desafortunado resultado de nuestra pérdida de religión» (Chesterton dixit). El mismo Chesterton insistía en denunciar un error: «Tendemos a darle a la política una importancia excesiva». Así las cosas, «olvidamos cuán gran parte de la vida de un hombre es idéntica bajo un sultán o un Senado, bajo Nerón o bajo san Luis» y tal trastoque es el que genera aquella misma ironía por la que «después de haber luchado por nuestras vacaciones, descubrimos que hemos olvidado todo, excepto trabajar» o la ironía de «aquel millonario insano que ha trabajado para conseguir dinero, y luego descubre que ni siquiera puede disfrutar de él». Y, sin embargo y continuando con la reflexión de Chesterton, estas causas no operarán por siempre, «la religión está regresando de su exilio» y «es más probable que el futuro sea localmente supersticioso y corrupto, antes que meramente racionalista». Lo tenía muy claro, «si buceáramos bajo la superficie de la historia […] sospecho que nos encontraríamos en varias ocasiones un cristianismo aparentemente vaciado por la duda y la indiferencia y únicamente con su viejo caparazón cristiano, y, sin embargo, “allí donde los padres se habían relajado en la fe, los hijos eran fanáticos de la misma».

Luego el Reino de Dios no se realizará mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. CCE 677). Mientras tiene lugar el citado desencadenamiento, continuando con Chesterton, ha de notarse, por un lado, que «quienes empiezan a combatir a la Iglesia en nombre de la libertad y la humanidad acaban dejando de lado ambas cosas con tal de combatirla» y que, por otro lado, «el ímpetu» de los «mensajeros» de la Iglesia «aumenta mientras corren a extender su mensaje»; además de que «sus ojos apenas han perdido la fuerza de los que fueron auténticos testigos». «Estos hombres sirven a una madre que parece hacerse más hermosa a medida que surgen nuevas generaciones y la llaman bendita. Y muchas veces nos dará la impresión de que la Iglesia se hace más joven a medida que el mundo envejece».

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