Guardias de fronteras
Crónicas castizas
Historias de la frontera
Los dos agentes encargados de custodiar la raya estaban pisando territorio extranjero sin permiso, que entonces se requería, no iban de uniforme y el muerto estaba en el país contrario a su jurisdicción. Detuvieron al homicida, ni siquiera intentó esconderse ni alejarse siquiera y dio con sus huesos en la cárcel
La gente que habita entre dos mundos, los vivos, con un pie en uno y en el otro, es más ruda que la que mora en el centro de las civilizadas urbes y no hace falta que la frontera sea la que separa Mongolia de China o la del mitificado Oeste americano que a tantas películas ha dado lugar. Dentro de la península Ibérica hay una frontera, de las más antiguas del mundo y de las más largas sin interrupciones de toda la dichosa Unión Europea, que une o separa a dos naciones hermanas, las únicas existentes en Iberia. Decía Luís Vaz de Camões: "Hablad de castellanos y portugueses, porque españoles somos todos”.
Pero la realidad de la frontera es indiscutible, más si la subraya una cordillera o ríos como el Duero y el Tajo por mencionar dos.
Entre las historias desconocidas de la raya se cuenta una de armas. Hace años, en Portugal era relativamente fácil obtener una pistola del calibre 6,35, entonces su posesión era frecuente entre taxistas y pagadores en metálico libres de la hegemonía bancaria, antaño más frecuentes, que llevaban encima grandes cantidades de escudos previos al euro para abonar salarios y otros pagos en obras y empresas. Al ser sabido y de público conocimiento, eso llevaba en ocasiones a la Guardia Civil a detener los taxis que cruzaban entre España y Portugal y decomisar la pistolita a los taxistas lusos dado que era ilegal portarla dentro de España. Misteriosamente muchas de esas armas acabaron en manos de los extintos serenos.
No era el único caso y quienes compraban en uno u otro lado de la raya los productos que eran más baratos se arriesgaban a que la policía fronteriza de uno u otro Estado del límite les incautara el café, algodón o gasolina adquiridos por los oriundos de la otra parte. Pero claro, con el reglamento en la mano esas compras pueden considerarse contrabando y recibir todo el peso de la ley a interpretación del agente en cuestión.
También quienes guardan la frontera, o deberían, ineptos en el presente, se permitieron algunos privilegios que a los demás son negados precisamente por ellos.
No sólo lo dicho. En una ocasión fui invitado a una aldea fronteriza gallega, Muíños, por los padres de la esposa de un amigo viudo y por la mañana, tras una noche de orujo casero, hoy sería ilegal, me despertaron violentos ruidos de explosiones. Al preguntar por ello, es mi oficio, se rieron un tanto sardónicos y me invitaron a acercarme al río en cuya corriente flotaban inanes un montón de peces reventados. Allí vi cómo empleaban explosivos tirándolos al agua para facilitarse en gran manera la pesca con red y eliminar los últimos resquicios de deportividad que pudiera tener esa actividad. En este caso, el haber realizado el servicio militar me permitió identificar sin ningún género de dudas los instrumentos utilizados para provocar esas presiones letales para la fauna en el agua del río: eran granadas de mano militares del tipo PO II. Estábamos en territorio fronterizo.
Las historias de la raya eran algunas espeluznantes, como la de aquel hombre que estaba quemando leña de encina para hacer carbón y fue sorprendido por un retén que deshizo el invento, se llevaron el carbón ya hecho y además propinaron una soberana paliza al carbonero, una de esas que tardas tres días en recuperarte en la cama.
Tiempo después, dos guardias, que se habían desprendido del uniforme, saltaron los dos metros y medio de río que separaba ambos países en ese lugar y entraron en una tienda para aprovisionarse. Quiso el azar que a poco que entrara en la tienda el carbonero apalizado, una de esas tiendas en que venden de todo y es también un poco taberna. El hombre reconoció a uno de los guardias y su rostro se contrajo. Sin mediar palabra cogió una hoz de entre los instrumentos de labranza que había a la entrada y le segó el cuello al guindilla. Se volvió a su pareja muda con la hoz empuñada quien iba también de paisano y desarmado y le espetó: «No te hago lo mismo porque tú no ibas con él cuando me afrentó, me pegó y me robó». Y se marchó despacio dejando la hoz donde la cogió.
El caso es que los dos agentes estaban pisando territorio extranjero y sin permiso, que entonces se requería, no iban de uniforme y el muerto estaba en el país contrario a su jurisdicción. Detuvieron al asesino, ni siquiera intentó esconderse ni irse más lejos y dio con sus huesos en la cárcel, no tanto tiempo como debiera porque su sagaz abogado supo usar todos los factores antedichos: habían cruzado sin autorización ni comunicarlo siquiera, sin pasaporte a un país extranjero siendo miembros de un cuerpo militar y estaba también la paliza previa.
Son cosas que se cuentan en la frontera esa que se diluye desde Bruselas y bajo los pies de los intrusos.