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20 de mayo de 2024

Napoleón cerca de Borodinó, por Vasili Vereshchaguin (1897)

Napoleón cerca de Borodinó, por Vasili Vereshchaguin (1897)

Su obsesión con la higiene y el trabajo: un día en la vida del Emperador Napoleón

Tomaba baños cada día, a más de 40 grados, y, si podía, permanecía en el agua hasta dos o tres horas, mientras despachaba asuntos

Desde su proclamación imperial, Napoleón se hacía despertar entre las seis y media y las siete de la mañana. Según despertaba ordenaba a los criados que abrieran las ventanas de par en par, para que entrara el aire a la habitación. Con la cabeza envuelta en un pañuelo y en bata tomaba una taza de té y se sumergía en un baño caliente, pues creía que era bueno para el estreñimiento. Napoleón fue un hombre obsesionado por la higiene, algo realmente sorprendente en una época en que la suciedad era generalizada. Tomaba baños cada día, a más de 40 grados, y, si podía, permanecía en el agua hasta dos o tres horas, mientras despachaba asuntos. Al salir se inundaba de colonia. En todos sus palacios tenía su cuarto de baño y en época de campañas se hacía traer uno a su tienda.

Se afeitaba personalmente, ya que tenía miedo a un atentado y porque ningún barbero quería correr con esa responsabilidad

El Emperador se afeitaba personalmente, ya que tenía miedo a un atentado y porque ningún barbero quería correr con esa responsabilidad ya que nunca se estaba quieto, y el riesgo de producir cortes era mayor. Confiaba en los efectos benéficos del ejercicio físico y estaba convencido de que el sudor eliminaba toxinas. Mientras su secretario le leía los despachos y la correspondencia, a veces recibía a su cirujano personal, con quien solía bromear brevemente. En ocasiones, no tenía inconveniente en pasearse desnudo delante de sus íntimos –como si fuera un héroe de la Antigüedad clásica–, antes de que su ayuda de cámara le ayudara a vestirse el uniforme de coronel de cazadores montados de la Guardia, verde con adornos escarlatas, que había decidido adoptar desde 1801.
El enviado iraní Mirza Mohammed Reza-Qazvini se reúne con Napoleón I en el palacio de Finckenstein, en Prusia Occidental, el 27 de abril de 1807, para firmar el Tratado de Finckenstein.

El enviado iraní Mirza Mohammed Reza-Qazvini se reúne con Napoleón I en el palacio de Finckenstein

A las nueve en punto aparecía en el gran salón donde le esperaban sus ministros y generales. El Emperador iba de uno a otro hablando de los asuntos diarios, mientras demandaba respuestas concisas y claras, pues no le gustaban los rodeos. Con su prodigiosa memoria y capacidad de clasificación era capaz de saltar de un tema a otro sin la menor pausa y sin que en ningún momento tuviera un fallo de memoria. Una vez completado el círculo y retirados todos los presentes, se daba comienzo a las audiencias matinales. Bonaparte nunca saludaba a los demandantes y, en numerosas ocasiones, clavaba su mirada en el infeliz y sin haber pronunciado palabra alguna, le despedía con un gesto de la cabeza. A veces, estas audiencias, aunque tenían un tiempo fijado de sólo una hora, se prolongaban hasta dos y su jefe de comedor, Dunan, debía calentar el almuerzo al baño maría.
El Emperador comía deprisa, de forma compulsiva, lo que repercutía en sus digestiones, muy delicadas. Le gustaban sobre todo los alimentos sencillos y harinosos: judías, lentejas, patatas y las pastas a la italiana. En cambio, rechazaba el pan y apenas bebía vino. Sólo una vez probó la pipa, pero fue un gran aficionado al rapé hasta su segundo matrimonio. Su plato favorito era el pollo salteado con tomate y hierbas aromáticas que habían bautizado sus cocineros como Pollo a la Marengo. A veces solicitaba que le llevaran a sus sobrinos y jugaba con ellos riendo como un abuelo. En esos momentos de relajación, recibía a algunos de sus amigos artistas como Talma, David, Arnault, Fontaine... o solía bajar a las habitaciones de Josefina, donde ésta había almorzado con sus damas, y trastornaba con sus bromas la conversación.

Se divulgó que su jornada oficial de trabajo diaria era de dieciocho horas para demostrar a los franceses la capacidad de su Emperador

Las mujeres, que habían sido la perdición de tantos monarcas, tenían poco poder sobre él. «Su verdadero placer es el trabajo», confesó la Emperatriz Josefina. Se entregaba a él más de quince horas diarias sin mostrar apenas cansancio. En su despacho se encontraba muy a gusto, rodeado de instrumentos de trabajo ideados por él mismo, como su escritorio sus mapas y los informes sobre diversos asuntos, que leía con interés. Seguía poseyendo una asombrosa memoria y capacidad de recordar hechos pasados, lo que ponía de manifiesto en las ceremonias cortesanas, asombrando a sus interlocutores. Sus secretarios eran para él un instrumento de trabajo más: les exigía que permanecieran callados, que cogieran al vuelo sus dictados y que después reconstruyeran su pensamiento, porque no le gustaba escribir. En ocasiones, bromeando, Napoleón dijo: «El hombre al que yo haga ministro no tiene que poder ir a orinar hasta dentro de cuatro años».
Abdicación de Napoleón en Fontainebleau, por Paul Delaroche (1845)

Abdicación de Napoleón en Fontainebleau, por Paul Delaroche (1845)

Su trabajo en el despacho se prolongaba, después de la comida y el descanso, hasta las seis, hora a la que Josefina esperaba puntualmente en su salón. Sin embargo, a menudo se retrasaba con los asuntos de Estado y daban las siete, y hasta las once de la noche. Para que siempre estuviera preparada la cena, los cocineros tenían la orden de poner en el asador un pollo cada cuarto de hora. Un día se llegaron a asar unos veintitrés. En el palacio de las Tullerías los soberanos solían cenar solos y una cena muy breve; apenas un cuarto de hora, ya que Josefina sabía cuidar su línea y era tan frugal como Napoleón. En la sobremesa, un ministro les relataba los asuntos del día, mientras el Emperador recibía algunos despachos de sus ayudas de campo y se hacía traducir la prensa extranjera.
Tras tomar café en una saleta, Napoleón se retiraba al despacho a trabajar un rato más y la Emperatriz se reunía en sus habitaciones con su círculo de amistades, jugando a las cartas. Tras dos horas, Bonaparte bajaba a reunirse con su mujer, saludando y charlando con sus invitados con una cierta seriedad y solemnidad. Sobre las once de la noche, el Emperador entraba en su dormitorio, ya que no dormía con Josefina, pues tras unas horas de sueño, volvía a ponerse a trabajar, para posteriormente volver a descansar en la cama. De esa manera, se divulgó que su jornada oficial de trabajo diaria era de dieciocho horas para demostrar a los franceses la capacidad de su Emperador.
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