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El bombardeo de Cartagena en una caricatura de La Madeja Política del 13 de diciembre de 1873

El bombardeo de Cartagena en una caricatura de La Madeja Política del 13 de diciembre de 1873

Traiciones, engaños y honor en la rendición del último bastión cantonal de la Primera República española

Se cumplen 150 años de la derrota definitiva del Cantón de Cartagena contra las tropas centralistas de la Primera República española

«Un acontecimiento inesperado puso finalmente las llaves de la plaza en poder del distinguido general D. José López Domínguez», escribió el capitán Eduardo García de Alcántara, al mando de un baluarte de la muralla de Cartagena. Era la única ciudad de la rebelión cantonal surgida en julio de 1873, durante la Primera República española, que resistía ante las tropas centralistas.

El golpe de Estado del general Pavía a principios de enero de 1874 había impulsado la resistencia del cantón murciano, pero la explosión del polvorín del Parque de Artillería de la ciudad acabó con el cantón. Aunque la estocada final a la que se refirió en sus memorias el capitán García sucedió tres días después tras las murallas de Cartagena.

En el castillo de la Atalaya, que dominaba la muralla «los cañones habían enmudecido, y el enemigo, a su vez, pocos disparos le dirigía», escribió el capitán. El 11 de enero, el jefe del cantón, Roque García, recibió un ultimátum firmado por otro defensor, el gobernador del castillo de la Atalaya, en el que pedía el relevo de las tropas o abandonarían la defensa pasadas 24 horas.

Una traición por 30.000 duros

«El castillo de la Atalaya, el más importante para la defensa por tierra, fue vendido al enemigo por su miserable guarnición», cuyo gobernador percibió 30.000 duros «por la indigna hazaña, según voz popular», afirmó el capitán. Con la pérdida de la fortificación se hizo casi imposible seguir con la defensa de Cartagena, en la que no quedaban voluntarios dispuestos a defenderla, los prisioneros que formaban las guarniciones habían abandonado sus puestos y la Junta Revolucionaria trataba de discernir cuál sería la mejor solución ante la inminente derrota.

En este contexto, el capitán explicó a sus compañeros del Cuartel de Guardias que debían nombrar a una persona para que liderase las conversaciones de rendición con el enemigo. Según cuenta en sus memorias, mientras comentaba su propuesta se presentó el general Contreras «sereno, implacable y sonriendo como si ningún peligro nos amenazara». Al informarle de lo que pretendían, el general pidió pan y vino; comió un poco, bebió dos tragos y se marchó diciendo que «ni me rindo, ni acepto condiciones, ni quiero saber nada».

Bombardeo de Cartagena

Bombardeo de Cartagena

Sus palabras sirvieron de poco, porque varios oficiales crearon una delegación que dejó la ciudad para negociar la rendición en el cuartel general de los atacantes. El cantón había caído, y Cartagena tuvo que recuperarse de un asedio de seis meses que diezmó la ciudad.

Ambas partes firmaron el acuerdo de rendición en el que se estipulaban una serie de condiciones que habían solicitado los cantonales, como el indulto general a los militares, fuerzas populares de Cartagena, que debían entregar las armas y podrían marcharse libremente a sus casas. Para los oficiales y jefes del Ejército se les aseguró que serían reintegrados en otras unidades, salvo las destinadas a territorios de ultramar. Los presidiarios que habían colaborado en la defensa tendrían que cumplir su condena previa, aunque quedaban exculpados por delitos políticos.

En ese momento Cartagena era una ciudad sin ley, en la que multitud de presidiarios habían pasado de defensores a individuos que buscaban su propia supervivencia

Esto no se aplicó a las personas que habían cometido delitos comunes. El capitán y resto de representantes de la comisión aceptaron las condiciones de rendición. En ese momento Cartagena era una ciudad sin ley, en la que multitud de presidiarios habían pasado de defensores a individuos que buscaban su propia supervivencia. El capitán estaba preocupado porque estos y la poca guarnición que permanecía en las puertas no aceptasen la rendición que acaban de firmar.

Tenían que regresar para comunicar la noticia. Escoltados por tropas centralistas, los oficiales regresaron a Cartagena y la encontraron casi vacía. Los pocos miembros de la Junta que quedaban firmaron el documento de rendición «sin mirar las condiciones», como afirma el capitán.

Al mismo tiempo, se supo que el general Contreras acompañado por otros altos mandos cantonales, huyeron a bordo de la fragata Numancia, lo que fue visto como un acto de cobardía y poca consideración por oficiales como Eduardo García. La ciudad quedó bajo la vigilancia de un comandante del Ejército centralista. A las doce de la mañana del 12 de enero entró en Cartagena el general López Domínguez, seguido de varios batallones. Al día siguiente, más de mil tropas regulares revolucionarias tomaron el tren hacia Madrid, pero su destino no sería el prometido en la capitulación, aunque eso ya es otra historia.

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