
La defensa del parque de Monteleón durante el Levantamiento del 2 de mayo en Madrid. Óleo de Joaquín Sorolla
Los afrancesados, ¿modernizadores o traidores a España?
No todos los afrancesados responden a un mismo patrón. La colaboración con el gobierno del rey impuesto José I Bonaparte es diversa
Las motivaciones del afrancesado no han dejado de suscitar controversias. El motivo es la razón por la que algunos personajes relevantes, ilustrados, de amplia trayectoria personal y profesional, en el momento de la invasión francesa, decidieron ponerse de parte del invasor en vez de adoptar una rebeldía patriótica frente al abuso.
No todos los afrancesados responden a un mismo patrón. La colaboración con el gobierno del rey impuesto José I Bonaparte es diversa. Algunos lo hicieron porque, en su papel de funcionarios, no se plantearon que el cambio fuera tan grave como para dejar de cobrar el sueldo. La cobardía del colocado frente al miedo de lo incierto. Era la continuidad de una administración que no sufrió vacío.
Pero hubo otros que apoyaron al rey francés con una voluntad decidida, con el ánimo de imponer cambios liberales en un país sumido en la tradición superada y en el miedo al progreso liberal. Que el cambio no era tan radical por dos motivos: uno porque Bonaparte era tan francés como lo fue el primer Borbón; dos, que no se perdía la independencia sino que se integraba España en un imperio como entidad superior; y tres, porque el rey Carlos IV había abandonado España sin resistirse y abdicó. En el fondo de su pensamiento entendía que patriotismo era luchar contra el Antiguo Régimen e implantar un sistema político más justo. El absolutismo no era patriótico.
Como ha señalado Miguel Artola, los afrancesados respondían a una idea monárquica sin considerar una dinastía determinada, trataban de conjugar su liberalismo modernizador con la oposición a los avances revolucionarios y propugnaban reformas sociales y políticas ya puestas en marcha en Europa. Se podría añadir que, en ese momento, luchar contra Francia iba a debilitar la posición española en los territorios americanos. Pero hay que matizar.
Por una parte, porque hubo liberales que buscaron la reforma sin colaborar, como todos los que impulsaron la Constitución de Cádiz. Por otra, porque la matanza indiscriminada de españoles a manos francesas y el saqueo del país debió llamar a las conciencias de los colaboracionistas. No hay que desdeñar la vanidad por la relevancia. ¿Era lícito reformar con base en el terror impuesto por los invasores para domeñar la voluntad popular? ¿Era justo intentar mejoras sobre un mar de sangre de compatriotas?
Hay dos personajes que representan mejor que otros la figura del afrancesado por sus trayectoria. Ambos tenían, en ese momento, currículos bien repletos. Era una época donde no se podía pasar de la nada al todo sin pasos intermedios. Miguel José Azanza de Alegría y Gonzalo O’Farrill.
El primero había servido a España como civil y militar en Cuba, México, Colombia y Perú. Militar en el bloqueo de Gibraltar, diplomático en Prusia. Intendente en varis destinos. En 1793 secretario del Despacho de la Guerra. Y en 1796 virrey de Nueva España. En 1808, tras la salida del rey, fue nombrado responsable de la Hacienda de la Junta Suprema de Gobierno. Fue nombrado posteriormente ministro por José Bonaparte. Tuvo una labor continuada para tratar de convencer a la población de los beneficios de la nueva Administración. La caída de Bonaparte lo llevó al exilio y murió en Burdeos.

Miguel José de Azanza
Gonzalo O’Farrill, nacido en La Habana en 1754, había estudiado en Francia y servido en el ejército francés en la guerra de 1780 contra Inglaterra. Militar español, participó en la toma de Menorca en 1782 y en el sitio de Gibraltar. Combatió contra Francia en 1793. Tuvo cargos diplomáticos en Berlín. Al regresar a España fue nombrado director general de Artillería. Al abandonar el rey Carlos IV España, ministro de Guerra y Presidencia optó por seguir en el gobierno impuesto para evitar la confrontación con Francia. Tuvo que ir al exilio y, aunque el rey Fernando VII le rehabilitó en todos sus empleos y dignidades, no regresó a España. Falleció en París el 19 de julio de 1831.
Dos hombres que, en esa etapa, estaban en la cumbre de la administración militar y civil, y habían entrado la ya en la alta política. Dos afrancesados ilustres que dejaron escrita una obra en la que se pueden leer algunos de los argumentos que permiten tratar de comprender mejor a estos hombres. Se trata de la Memoria de D. Miguel Azanza y D. Gonzalo O’Farrill, sobre los hechos que justifican su conducta política desde marzo de 1808 hasta abril de 1814. Fue publicada en París en 1815, inicialmente en español y pronto traducida al francés. Es cierto que es un libro de justificación, muy parcial. Quieren hacer bien que su posición fue inevitable. Pero no por ello pierde interés.

Gonzalo O'Farrill
Su primera justificación es el eje central de su conducta. Se lee en el libro: «La experiencia de lo que otras naciones habían sufrido con una guerra de conquista y los horrores de una guerra civil, les hacían mirar el nuevo orden de cosas como uno de aquellos acontecimientos políticos a que es preciso someterse, y más cuando así lo creyeron y manifestaron también nuestros legítimos soberanos».
Entendían que la resistencia era inútil, que las nuevas ideas benéficas solo podían ser impuestas por el invasor. Sometimiento o cobardía; en definitiva, aceptación de la teoría del mal menor siguiendo, en un paso más, la política de alianza creada tras la Paz de Basilea. Y añaden otro argumento poco convincente: «lo hicieron sin saber que una parte de la Nación se había ya pronunciado contra él» (se refiere al gobierno colaboracionista). En un primer momento, no había liderazgo en la oposición, Madrid estaba bajo la fuerza de las armas francesas y a la resistencia «la guiaron las pasiones». Después, la propia dinámica de los hechos les impidió cambiar de bando. Su lealtad al legítimo soberano se frustró cuando las transacciones de Bayona lo apartaron.