Francisco de Orellana: la odisea del descubrimiento del Amazonas
Su valentía le costó la pérdida de un ojo en la toma de Puerto Viejo (1535), y su acierto estratégico le permitió fundar, finalmente en el lugar adecuado, la ciudad de Guayaquil (Santiago de Guayaquil) en 1537
Monumento a Orellana en la plaza de la Iglesia de Guápulo, punto de partida (desde Quito) hacia la Amazonía
Muy pocos relacionan a Ecuador y su capital, Quito, con el Amazonas y su inmensa selva, pero fue desde allí donde partió la expedición que descubrió, exploró y llegó a la desembocadura del río más caudaloso de la Tierra. Así lo proclama con orgullo y veracidad una placa en la fachada de su hermosa catedral, netamente hispana, que conmemora la hazaña.
La Gobernación de Quito, dependiente del virreinato del Perú, estaba al mando del más joven y valiente de los hermanos Pizarro, Gonzalo, quien, a la postre, acabaría levantándose contra la Corona –no sin que le faltaran razones– y siendo decapitado por ello. Pero antes de eso, encabezó aquella aventura, que en realidad no buscaba tal objetivo, sino encontrar las codiciadas especias que no aparecían por ningún lado. Su propósito era llegar al «País de la Canela», donde suponían que abundaba dicha especia. Sin embargo, no la encontraron, ni Gonzalo de Pizarro pondría sus pies en el poderoso río, pues ese honor, y con ello la inscripción de su nombre en la historia, le correspondería a su segundo, Francisco de Orellana. Separado del grueso de la tropa junto a algunos de sus hombres, logró dar con el río, lo navegó hasta su desembocadura y aportó pruebas al mundo de su existencia e inmenso caudal.
Mapa de la expedición de Francisco de Orellana, 1539 a 1542. Mapa atribuido a António Pereira, un marinero portugués
Francisco de Orellana tenía mucho que ver con los Pizarro. No solo eran todos oriundos de la misma ciudad extremeña, Trujillo, sino que estaba emparentado con ellos. Con el menor de los hermanos, Gonzalo, quien era apenas un año mayor que él –nacido en 1511–, había compartido juegos infantiles por las calles de la ciudad y buscado nidos en los campos trujillanos.
Fue aquella amistad y parentesco, alentados por la irresistible atracción de las Indias –sobre todo para quienes ansiaban escapar de las penurias y alcanzar gloria y fortuna–, lo que llevó a Orellana a participar con ellos en la conquista del Perú, donde destacó por su valor, lealtad y prudencia. Este último rasgo de su carácter hizo que no despilfarrara su parte del cuantioso botín obtenido en el reparto ni regresara a España a exhibirlo, como hicieron muchos otros, sino que supo conservarlo e incluso multiplicarlo, convirtiéndose en uno de los conquistadores más ricos de la época.
Su valentía le costó la pérdida de un ojo en la toma de Puerto Viejo (1535), y su acierto estratégico le permitió fundar, finalmente en el lugar adecuado, la ciudad de Guayaquil (Santiago de Guayaquil) en 1537, tras haber sido destruida por los indígenas.
Busto en Trujillo, Cáceres
Su lealtad hacia los Pizarro la demostró siéndoles fiel en su disputa con Almagro. A pesar de su primera derrota en Abancay, en el Cuzco, debido a la traición del lugarteniente de su tropa, Pedro de Lerma, y la captura de Hernando, Gonzalo y Alonso de Alvarado, este último logró fugarse, y Almagro aceptó un gran rescate en oro por los otros dos. Fue un grave error para él.
Liberados y reforzados por una tropa enviada desde Lima por Francisco Pizarro, en la que iba Orellana, la revancha llegó en la batalla de Las Salinas, en abril de 1538, donde los almagristas fueron derrotados. Lerma y otros cabecillas murieron, y Diego de Almagro fue apresado y, tras un juicio de tres meses, ejecutado. Sus sucesores, sin embargo, no cejarían hasta lograr, quince años más tarde, asesinar al conquistador del Perú.
Francisco de Orellana, por su parte, había sido enviado al norte, al actual Ecuador, y nombrado teniente de gobernador de Guayaquil en 1538, cargo que ejercía cuando Gonzalo de Pizarro fue designado gobernador de Quito. Su misión era emprender una expedición hacia las selvas del interior, hacia el Oriente, en busca de dos mitos que entonces se consideraban realidades cercanas: El Dorado y el País de la Canela.
Gonzalo de Pizarro partió en febrero al frente de una tropa numerosa, bien pertrechada y avituallada, compuesta por unos 200 españoles a caballo y numerosos perros, además de 4.000 indios con toda la impedimenta. Esta estaba constituida, esencialmente, por una «despensa viva», pues llevaban con ellos reatas y piaras con centenares, e incluso millares, de cerdos para su manutención.
Orellana salió tras ellos días después desde la pequeña población de Guápulo, vecina a Quito –donde, por cierto, hoy se encuentra la espléndida residencia de la Embajada de España–, acompañado de una tropa, entre ellos 23 jinetes, pagada de su propio bolsillo. Ahí comenzó a gastarse su «tesoro», pues la expedición le costó 40.000 pesos en oro. Tras darles alcance, Gonzalo lo convirtió en su segundo al mando.
Primero soportaron un frío intenso y el mal de altura al tener que atravesar los Andes. Luego, se adentraron en el infierno verde de las selvas, cada vez más asfixiantes. Las provisiones se agotaban y las enfermedades hacían estragos cuando, casi un año después, llegaron a las orillas del río Coca, sin haber hallado nada de lo buscado ni haber encontrado lugares habitados.
Hoy, en ese lugar, se levanta la ciudad de Puerto Francisco de Orellana, aunque lo cierto es que sus habitantes la conocen simplemente como Coca, nombre que también figura en los luminosos de su aeropuerto. Al llegar, apenas quedaban poco más de 140 españoles de los 220 que habían partido, y solo 1.000 de los 4.000 indígenas que iniciaron la marcha.
Puerto Francisco de Orellana
Decidieron entonces construir un bergantín, el San Pedro, para trasladar en él a los más perjudicados junto con los suministros. La embarcación iría aguas abajo, mientras el resto intentaría seguirla por la orilla. Así llegaron al río Napo, por el cual continuaron descendiendo hasta su confluencia con el Aguarico, donde, sin poder conseguir alimento alguno más que algunos pescados, se quedaron completamente sin provisiones.
Fue entonces cuando Gonzalo de Pizarro ordenó a Orellana que, con 56 hombres bien armados con arcabuces y ballestas, descendiera en busca de poblados y comida, con la instrucción de regresar en quince días. Sin embargo, la barcaza –de bergantín tenía poco– fue arrastrada por la cada vez más poderosa corriente y, en cuestión de días, descendió velozmente río abajo. Una semana después, resultaba evidente que no iba a ser posible remontar el curso y regresar.
Orellana atracó y esperó a Pizarro, pero de este no había señal alguna. Pidió voluntarios para ir por la orilla en su búsqueda, al menos seis, pero solo se ofrecieron tres. Finalmente, el resto de la tripulación logró convencerlo de algo de lo que él ya estaba persuadido: lo mejor era continuar río abajo y salir al mar.
En la nao viajaban dos frailes, un mercedario y un dominico, Gaspar de Carvajal, quien fue anotándolo todo, incluidos los nombres de todos los expedicionarios, excepto el de dos negros que también participaron en la gesta.
La relación de Carvajal señala que llegaron a la confluencia con el río Curaray el 2 de febrero, donde encontraron un asentamiento indígena. Los irimaes eran pacíficos y les dieron comida, pero, debido a la turbulencia de las aguas, durante dos días perdieron dos canoas con 11 tripulantes. Tras encontrarlos, prosiguieron la navegación. Orellana ordenó avanzar en zigzag, dando bordos de orilla a orilla.
Pasaron por nuevos asentamientos de indígenas amistosos, que se acercaron en sus canoas y con quienes intercambiaron baratijas por provisiones. El cauce era cada vez más ancho con la afluencia de diversos ríos que vertían en él, hasta que finalmente desembocaron en el inmenso Amazonas el 12 de febrero. Inicialmente lo llamaron Marañón, pues más que un río les pareció un mar, de no ser porque sus aguas no tenían sal.
En ocasiones, ya no distinguían ni siquiera la otra orilla. Cualquiera de sus afluentes era más grande que el mayor río de España. Estaban sobrecogidos por la grandiosidad del paisaje, el verdor y la inabarcable selva, pero debían conseguir algo más de comida que los pocos peces que podían pescar. Sin embargo, solo pensaban en el hambre que tenían.
Llegaron al poblado del cacique Aparia, quien los recibió bien y llamó a otros caciques de poblados cercanos para que vinieran a verlos. Allí, Orellana decidió la construcción de otro barco. Cortaron la madera necesaria y montaron una fragua para fabricar hierros y clavos. Otros prepararon estopa con algodón y resina para calafatear, y finalmente lograron construir una nao mejor que la que llevaban.
Zarparon río abajo y regresaron a la penalidad. La amabilidad de los indígenas se tornó en hostilidad. Exhaustos y hambrientos, cuando llegaron el 12 de mayo a los dominios del cacique Machiparo, tuvieron que ganar los alimentos con la espada, dejando 18 españoles heridos, uno de ellos de muerte. Solo pudieron usar las ballestas, pues la pólvora, mojada, impedía disparar los arcabuces. Los atacantes los acosaron hasta que una saeta acabó con el jefe indígena, tras lo cual las canoas enemigas dieron la vuelta.
Grabado de Theodor de Bry en el que los españoles construyen una nave para adentrarse en el Amazonas
Entonces asaltaron un poblado en la ribera, lo tomaron, comieron y durmieron. Volvieron a embarcar y llegaron a los dominios del siguiente cacique, Paguana, cuyos poblados atacaron. Alcanzaron la confluencia con el río Negro, al que Orellana bautizó así por el color de sus aguas, y prosiguieron su viaje, yendo de pueblo en pueblo, desembarcando y consiguiendo comida por las buenas o por las malas.
El 7 de junio, muchos indígenas salieron contra ellos e intentaron abordarles en plena noche. Fue el preludio de continuos ataques, que no cesaban, como tampoco su necesidad de encontrar sustento. Una semana después lograron asaltar otro poblado y abastecerse.
Fue entonces cuando se toparon con las mujeres guerreras: las amazonas. Varios españoles resultaron heridos, entre ellos el cronista dominico Gaspar de Carvajal, quien habría muerto de no ser por lo grueso de sus hábitos, que lo protegió de los dardos. Sin embargo, esto no evitó que perdiera un ojo, uniéndose así a Orellana en su tuertez.
Las amazonas fueron después motivo de incredulidad y burla, y los eruditos se mofaron y siguen haciéndolo hoy. Sin embargo, Carvajal, a quien ellas le quebraron un ojo, las describió con precisión y sin lugar a dudas en su relato: «Estas mujeres son muy blancas y altas, tienen el cabello muy largo, trenzado y enrollado sobre la cabeza. Son muy robustas y van desnudas, pero con las partes íntimas cubiertas».
Y añade: «Nosotros mismos las vimos luchando delante de los hombres indios, y ellas combatían con tanto valor que los indios no se atrevían a huir».
Mujeres guerreras del Amazonas. Grabado de Theodore de Bry, 1599.
Aquello sucedió en la mañana del 24 de junio, día de San Juan. Ante aquellas mujeres altas y vigorosas, que disparaban sus arcos con destreza, los expedicionarios creyeron estar soñando. Sin embargo, en la refriega lograron apresar a uno de los hombres que las acompañaban, quien les contó que ellas dominaban sobre ellos, tenían una reina llamada Conori y poseían grandes riquezas.
Maravillados, los hombres de Orellana comenzaron a llamar al río «el de las Amazonas», nombre que finalmente se impuso sobre todos los demás. Prosiguieron río abajo, pero la muerte de otro expedicionario, alcanzado por una flecha envenenada, obligó a Orellana a recalar en una isla en medio de la corriente. Allí, con madera, levantó las bordas de las naos como barrera defensiva. Aun así, no pudo evitar que otro de sus hombres muriera de la misma manera que el anterior.
Entonces acaeció la buena nueva. Los que conocían el mar y las aguas percibieron el efecto de las mareas y supieron que el océano estaba cerca. A partir de ese momento, evitaron cualquier enfrentamiento, pero tuvieron que soportar uno especialmente duro que estuvo a punto de hacerlos sucumbir. Aprovechando la bajada de las aguas, un gran número de indígenas se lanzó sobre los barcos, y solo la pericia y la rapidez para encontrar fondo de agua suficiente y volver a navegar los salvaron.
Se habían quedado completamente sin vituallas, pero la fortuna les trajo un tapir muerto que flotaba en la corriente. Se lo comieron. Sin embargo, los barcos estaban al borde de la zozobra y tuvieron que atracar para repararlos, lo que los demoró medio mes hasta que pudieron volver a navegar. Era ya agosto cuando alcanzaron la desembocadura, el 26 de agosto. Salieron a mar abierto y los dos barcos navegaron juntos durante cuatro días, pero al quinto se perdieron de vista. La Victoria, en la que iba Orellana, costeó por el golfo de Paria (actual Venezuela) hasta reencontrarse con el San Pedro, que había llegado días antes a la isla de Cubagua, el 11 de septiembre de 1542. Habían recorrido en siete meses una distancia de 4.800 kilómetros.
Ilustración de Theodore de Bry para el libro Grandes Viajes publicado en 1596, en el que se describe la exploración de América por los descubridores europeos
Gonzalo de Pizarro también logró regresar a Quito. Lo suyo fue otra increíble hazaña. Tras comerse todos sus caballos, casi desnudos y exhaustos, solo 80 hombres lograron culminar el infernal camino de regreso. El último en perecer lo hizo al remontar el último repecho desde donde ya se divisaba la ciudad. Venían tan destruidos que las mujeres quiteñas, para que no sintieran la vergüenza de su desnudez, cerraron sus ventanas a su paso.
El menor de los Pizarro, airado, escribió a la Corte acusando a Orellana de abandono y traición. Sin embargo, Orellana se dirigió a España, donde expuso sus razones y relató su peripecia al rey. El monarca lo excusó y, aunque su expedición ponía en cuestión los límites pactados con Portugal, lo nombró gobernador de aquellas tierras y desembocaduras, concediéndole el placet para regresar y tomar posesión del territorio.
Gastó entonces lo poco que le quedaba y consiguió fletar algunos pobres navíos. En ellos embarcó junto a su joven esposa, Ana de Ayala, con quien acababa de casarse. De origen humilde, hermosa de rostro y de gran entereza, lo acompañaría hasta su final.
Zarparon de Cádiz en mayo de 1545, pero todo comenzó a torcerse nada más iniciar la singladura. Una nao se perdió antes de alcanzar Cabo Verde, otra en pleno Atlántico y una tercera hubo de ser abandonada nada más llegar a la desembocadura del Amazonas, donde arribaron poco antes de Navidad.
Orellana remontó el río tras construir un barco fluvial. Sin embargo, el hambre y la enfermedad hicieron estragos en el campamento, que encontró vacío a su regreso. Los que allí habían quedado, entre ellos su esposa, Ana de Ayala, desesperados por la falta de alimentos, lograron construir otro barco, alcanzar el mar Caribe y arribar a la isla de Margarita, en la actual Venezuela.
Mientras tanto, la suerte había abandonado al descubridor del Amazonas. Fueron atacados por los temibles indios caribes, que utilizaban flechas venenosas. Diecisiete hombres murieron a causa de ellas y el propio Orellana, aunque sobrevivió unos días, acabó por fallecer también a resultas de la ponzoña, en noviembre de 1546.
Los pocos que quedaban lograron llegar también a Margarita, donde se reencontraron con los demás supervivientes. De los 300 expedicionarios, solo 44 vivieron para contarlo. Ana de Ayala se casó con uno de ellos, Juan de Peñalosa, con quien vivió hasta su muerte en Panamá.
Los huesos de Orellana quedaron atrás, reposando en un bajío ignoto a orillas del Amazonas.