Alfonso VIII, de huérfano desvalido a vencedor de Las Navas
La historia del rey castellano Alfonso VIII artífice de la mayor victoria cristiana de la Reconquista
Alfonso VIII
Por estos calurosos días de julio del año de 1212, las tropas cristianas estaban haciendo sus últimas etapas hacia Las Navas. Habían salido a finales de junio de Toledo, habían tomado Malagón y la poderosa Calatrava y ya se había producido la deserción de la mayoría de los cruzados francos y la llegada del rey Sancho VII el Fuerte de Navarra. Tenían ya a la vista la sierra Morena y estaban preguntándose como conseguirían atravesarla.
Conseguirían hacerlo, milagrosamente, claro, como no podía ser de otra manera para la leyenda, y el día 15 ya estaban formadas al otro lado velando las armas para la que iba a ser la batalla más decisiva y trascendental de toda la Reconquista, tanto para la España cristiana como, incluso, para Europa.
Allí se iba a vencer ya definitivamente la balanza del lado cristiano y quedar roto el inmenso poderío almohade que dominaba con su fanático poder todo el Magreb, Al-Ándalus y su soberbio califa amenazaba con que los caballos de sus incontenibles ejércitos abrevarían pronto en las fuentes de Roma.
La España cristiana también se jugaba el todo por el todo en el envite. Una derrota como la sufrida por los castellanos en Alarcos (1195) tendría en esta ocasión unas consecuencias mucho más terribles y desastrosas. Los ejércitos de Castilla, de Aragón y de Navarra allí concitados no tenían, atravesada la sierra, posibilidad de retirada. Era la victoria o la muerte y el cautiverio. Lucharon y vencieron. Y la suerte de la Reconquista y de Al-Ándalus quedo sellada, aunque sus protagonistas no alcanzaran a verlo.
Tampoco el más destacado de todos ellos y el impulsor de la campaña, el rey Alfonso VIII de Castilla. Un monarca cuya historia es merecedora de un conocimiento y reconocimiento general y universal, pero que, siguiendo una vez más la mejor tradición hispana, ha quedado relegado al olvido y hasta no faltan, sino que sobran, quienes nos vienen a decir que fue una pena que en Las Navas no hubieran ganado los moros.
Alfonso VIII y su mujer, Leonor de Plantagenet
Pero dejemos de quejarnos y en vez de ello mejor nos ponemos al tajo y a contar la que fue una de las más increíbles peripecias personales de toda la Edad Media. Porque de inicio y a los tres años, cuando heredó la corona de Castilla, siendo tan solo un niño desvalido y manoseado por todos, nadie podía haber imaginado que Alfonso, el rey Pequeño, iba a ser el más grande y poderoso y enderezar el futuro de España.
E inclinó definitivamente la balanza de la Reconquista. Su victoria no sólo supuso el ya incontenible avance, sino que evitó la vuelta del dominio musulmán a gran parte del territorio cristiano y hasta puede que su avance sobre la propia Europa.
A los tres años, Alfonso era huérfano de padre y madre. Ella, hija del rey navarro, Blanca Garcés de Pamplona, murió a causa del parto, y su padre, Sancho III el Deseado, hijo mayor del Alfonso VII el Emperador, rey de León y Castilla, con tan solo 23 años.
El niño quedó en manos de los más poderosos magnates castellanos, los Castro y los Lara, que se disputaron su tutela para así obtener la Regencia y todas sus rentas y, a ellos, en la pugna, se unió su tío el rey leonés, pues su abuelo el rey Alfonso VII había dividido el reino y entregado León al segundo de sus hijos, Fernando II.
Fueron primero los Castro quienes lo consiguieron, pero la habilidad, y algún engaño, de los Lara consiguieron arrebatárselo. Los Castro entonces se aliaron con el leonés y los forzaron a entregarles al chiquillo que iba a pasar a ser custodiado por su tío Fernando. Pero la entrega, que iba a tener lugar en Soria, donde había nacido, se convirtió en fuga rumbo a la poderosa fortaleza fronteriza de Atienza, historia convertida y trufada en leyenda que dio origen a la famosa «Caballada».
Los Castro y el rey leonés ocuparon gran parte de Castilla y mataron al jefe de los Lara, don Manrique Pérez de Lara, en la batalla de Huete, pero el rey niño siguió en poder de la familia ahora encabezada por el inteligente y capaz hermano del muerto, don Nuño, y su custodia iba a otorgarles finalmente el triunfo.
Según iba creciendo Alfonso las ciudades y las villas retornaban a su dominio, culminando en 1166 con la toma de Toledo y en 1169 con el último bastión en manos de sus rivales, Zorita de los Canes, el gran castillo sobre el Tajo.
Aquí iba a dar Alfonso, a punto de cumplir ya los 14 y alcanzar la mayoría de edad según la norma de Castilla, primeras pruebas del carácter firme y la entereza capaz de sobreponerse a todas las adversidades que iba a ser la constante de su vida.
Apresado arteramente don Nuño por el alcaide, suponiendo que el muchacho sin su apoyo desistiría, este, bien al contrario, no cejó hasta rendirla y liberarlo. A poco ya fue definitivamente entronizado y a nada casado con Leonor de Plantagenet, de tan solo 10 años, hermana de Ricardo de Corazón de León.
El joven cuidó a la niña, que aprendió prontamente lengua y costumbres y se mantendría siempre que pudo a su lado, fue mecenas de los artistas y constructores de catedrales, fundó el Monasterio de las Huelgas, y le dio 10 hijos, conocidos al menos. La primera, ya cumplidos los 18 años, Berenguela, que llegaría regir el reino, pues todos sus hijos varones fallecieron prematuramente.
Los almohades fueron la gran amenaza de su reinado. El poderoso imperio que había desplazado a los también fanáticos almorávides en el Magreb desembarcó en España en 1160, destruyó los nuevos Taifas, y unificó bajo su doctrina y aplicación fanática de la sharía, incluida la violenta persecución de judíos y mozárabes, todo Al-Ándalus.
Fundados por el mahdi Utmar, al leer sus proclamas para documentar mi novela El rey Pequeño, me estremecí. Eran las mismas, calcadas, idénticas, que ahora oía, 800 años después, a los terroristas del Daesh incitando a sus bestiales atentados.
Alfonso no solo no se arredró ante ellos, sino que les arrebató la inexpugnable Cuenca. En aquel cerco, en una salida desesperada de los musulmanes, pereció defendiendo la tienda del rey, don Nuño Pérez de Lara, su antiguo tutor y lo más parecido a un padre que Alfonso había conocido.
Siguieron años de victorias, de hacer avanzar la frontera, de consolidarla con las recién creadas órdenes militares de Calatrava y de Santiago y de repoblarla con campesinos libres a los que otorgaba fueros al igual que a las villas marineras cantábricas, como Laredo o Castro Urdiales, para construir en ellas la poderosa armada castellana que iba luego a dominar los mares durante más de tres siglos.
Sin embargo, la peor de las derrotas le acechaba. Un nuevo califa almohade, Abu Yusf Almansur, le desafió en Alarcos. El rey, envalentonado y temerario, no quiso esperar el refuerzo del rey de León, y cargó sin dejar reserva alguna en retaguardia.
Frenado su ataque, su ejército fue rodeado y destrozado por la caballería ligera de los agarenos. El rey logró salvarse a uña de caballo con tan solo una veintena de caballeros. Los supervivientes de la matanza se refugiaron en el castillo al mando de Diego López de Haro, quien pudo negociar con Pedro Fernández de Castro, ahora jefe del enemistado linaje que había combatido del lado musulmán, su retirada.
La frontera del Guadiana se derrumbó, cayó Calatrava, y al año siguiente los almohades atacaron por todos los frentes, tomando Trujillo y Plasencia, la ciudad que él mismo había fundado, arrasando las vegas toledanas en complicidad con los propios reyes cristianos de León y de Navarra, que también le acosaron.
Batalla de Las Navas de Tolosa
Pero Alfonso consiguió aguantar y firmar treguas. Desde entonces su objetivo fue vengar aquella derrota y recuperar las tierras arrebatadas por sus primos, pues todos los reyes peninsulares lo eran, incluido el de Portugal. Un verdadero y real Juego de Tronos sin dragoncillos pero con mucha mayor enjundia.
Con el cambio de siglo consiguió que Vizcaya y Guipúzcoa se unieran a Castilla. Los hijos de los muertos en Alarcos, a los que protegió, serían su mejor arma y al mando de sus tropas puso a López de Haro, señor de Vizcaya, que habría sufrido en propias carnes la afrenta.
El año 1212, con una bula papal de Cruzada, Alfonso se puso en marcha, con el leal Pedro II de Aragón, al lado. El rey leonés no acudió, aunque permitió hacerlo a sus caballeros y Alfonso II de Portugal apenas pudo mandar tropas pues él mismo estaba siendo atacado.
El navarro Sancho se negaba a acudir a la cita. Los cruzados francos sí vinieron. Y comenzaron a causar problemas en Toledo cuando intentaron asaltar la judería. Caballeros castellanos y aragoneses se armaron ante sus puertas y lo impidieron. Como luego impedirían masacrar a los prisioneros tras la toma de Calatrava la Vieja y Malagón. Descontentos y quejosos de la comida y el calor desertaron.
Quien sí acudió, al cabo, fue el gigantón Sancho VII, y con él llegaron al paso de La Losa, taponado por los almohades. Quizás la deserción de los francos fue clave, pues hizo salir al nuevo califa, Abu Abd Allah, el Miramamolín de los cristianos, de su guarida. Suponía que el ejército cristiano, muy mermado de efectivos y bloqueado, habría de dar la vuelta y sería aplastado.
Pero la famosa historia del guía-pastor, milagrosamente, logró abrirse paso y se plantó ante su tienda roja. Su victoria fue la más crucial de toda la Reconquista, tanto por número de combatientes como por sus consecuencias. Pero no sería Alfonso quien lo aprovechara.
Los años siguientes, la sequía se ensañó con Castilla provocando una espantosa hambruna. Su salud no iba a resistir más. A punto de cumplir los 59 años, y 56 de reinado, las fiebres acabaron con él mientras viajaba al encuentro de una de sus hijas, casada con el rey Alfonso II de Portugal en Gutierre-Muñoz (Ávila).
En breve, Leonor y su heredero Enrique I le siguieron a la tumba. Berenguela, separada por orden papal de Alfonso IX de León, se convirtió en regente y el hijo de ambos, su nieto Fernando III, fue quien culminaría su obra reunificando para siempre los dos reinos, conquistando Córdoba y Sevilla y dejando reducido el poder musulmán a Granada.
Alfonso VIII fue un rey trascendental en la historia de Castilla, de España y de Europa. Artífice de la victoria más determinante a la que pareciera que ahora no se quiere otorgar ese rango. No solo eso, una pertinaz patraña pesa sobre su imagen. La presunta historia de la judía de Toledo, con la que el rey estuvo en adulterio y encerrado, ¡durante siete años! desatendiendo sus obligaciones y perdiendo por ello en Alarcos, que en absoluto se compadece con la cercanía continua y los embarazos de la reina.
Nada hay de ello en los manuscritos medievales de la Primera Crónica General de Alfonso X el Sabio, rigurosamente editados por Menéndez Pidal, sino un algo añadido, casi cuatro siglos después, en una copia impresa a mediados del XVI, profusamente extendido luego por el romanticismo literario y escénico.
Un rey que, bien al contrario, y como concluía el gran historiador Gonzalo Martínez Díaz en su biografía: «Hizo brillar la paz, la justicia y el respeto a la autoridad del monarca, sin que las crónicas y la documentación nos registren un acto despótico, cruel y arbitrario».
No resalta ninguna crónica oficial, al menos yo haya encontrado, un hecho muy curioso en su estirpe y ascendencia, que la genealogía deja probado de manera irrefutable. Lo publiqué en su día y en primicia aquí en El Debate, pero creo de interés el refrescarlo de nuevo. Alfonso VIII de Castilla era tataranieto de Rodrigo Díaz de Vivar, al igual que su primo Sancho VII el Fuerte. O sea, dos de los reyes de la Navas eran de estirpe cidiana.
La hija mayor de Rodrigo y Jimena, doña Cristina, Sol en el Cantar, casó con un infante navarro, Ramiro, cuando la corona navarra había sido absorbida por el reino y el rey aragonés Alfonso I el Batallador, pero a su muerte, sin descendientes, fue restaurada en la cabeza del hijo ambos, García Ramírez el Restaurador.
Su hijo mayor fue Sancho VI el Sabio, padre del gigantón de las Navas y por quien sus cadenas pasaron a su escudo y su hija doña Blanca Garcés, esposada con Sancho III de Castilla, la madre de nuestro rey Niño.
Y digo nuestro porque por mis tierras natales, Bujalaro, perteneció al Común de la Tierra de Atienza, se le quiere y aprecia mucho. De hecho, desde ya hace más de 850 años se celebra en la Peña Fort, así llama el Cantar a la villa, la Caballada, que rememora como consiguieron ponerlo a salvo de caer en manos de su tío el rey leonés disfrazándolo de arriero.