Fundado en 1910

Cuadro 'Napoleón cruzando los Alpes', obra de Jacques-Louis David

Del ogro corso al símbolo de libertad: así se creó el mito de Napoleón tras su muerte

Al conocerse la noticia de la muerte de Napoleón, una dama exclamó «¡Dios mío, es un acontecimiento!». A lo que su anfitrión contestó «No madame, ya es sólo una noticia»

Poco tiempo después de la muerte del César corso cambió la actitud crítica que había recibido por parte de los escritores románticos, que hasta entonces le habían sido generalmente hostiles. En este cambio pesó, sobre todo, el trágico destino del prisionero de Santa Elena: el mito del ogro desapareció y fue suplantado por el del héroe griego Prometeo, obligado a acabar sus días encadenado a una negra roca, en medio del océano, por haber querido dar a los hombres el fuego, un secreto de los dioses.

Napoleón se convirtió en el Prometeo que había querido conceder a los hombres la libertad y, por ello, había sido castigado. Por medio de su martirio en medio del mar, el emperador había purgado sus pecados como conquistador.

Asombrosamente, las primeras voces de pena y conmoción después de su muerte se alzaron fuera de Francia pues el escritor ruso Pushkin y el alemán Heine proclamaron la grandeza del hombre, mientras el líder nacionalista italiano Manzoni cantaba la redención del opresor, transformado, a su vez, en oprimido por las potencias absolutistas, vencedoras del emperador en 1814 y 1815. Incluso el poeta austriaco Grillparzer, a pesar de no tenerle ninguna estima, quedó impresionado por la noticia de su fallecimiento y le dedicó unos versos en 1821.

Los grandes representantes del romanticismo francés muy pronto fueron conquistados por el mito. A este respecto, emblemática fue la parábola de Victor Hugo, el gran escritor naturalista, hostil a Napoleón hasta 1827 y, a partir de esa fecha, uno de los cantores más apasionados de su leyenda. Después de la muerte de su madre, que había ejercido una gran influencia en su formación hacia posiciones monárquicas, Victor Hugo volvió a acercarse a la figura de su padre, oficial de los ejércitos imperiales, redescubriendo progresivamente la fascinación de las hazañas napoleónicas.

Desde el popular escritor Alejandro Dumas –autor de Los Tres mosqueteros- hasta el pintor Vernet, casi toda la intelectualidad francesa del momento pasó su «fiebre napoleónica». Las novelas de Honoré de Balzac contribuyeron en notable medida a popularizar el mito, expresando de forma directa y con eficacia sus distintos y, a veces, contradictorios matices.

Evidentemente, entre los románticos tampoco faltaron las notas discordantes. El poeta y líder republicano Lamartine siempre manifestó una posición hostil a la figura de Napoleón. El escritor Stendhal llegó a trabajar en una biografía del emperador pero no llegó a publicarla, dejando el trabajo a medio hacer, aunque luego la terminó y fue publicada tras su muerte.

Al leerla se tiene la clara impresión de una frialdad de fondo, de un cierto malestar, o de una negativa a dejarse llevar por la admiración al héroe. Los escritores y poetas temían caer en la admiración del general y aceptar, al final, al dictador coronado.

Napoleón Bonaparte retrato realizado por Paul Delaroche

Al advenimiento del Segundo Imperio francés (1851-1871), el culto a Napoleón I asumió un carácter oficial: se llevó a cabo la publicación de la monumental colección de 32 volúmenes de su correspondencia. Pero renació, para equilibrar la situación, otra vez una versión crítica de Napoleón I. Las aguas volvieron a amansarse de nuevo, a finales del siglo XIX.

En primer lugar, entre aquellos políticos e intelectuales que, defraudados por la III República burguesa, atea y corrupta, vieron en Napoleón al hombre que había implantado un orden y mandado a casa a los parlamentarios inútiles. Y como Prusia había vencido en guerra a Francia en 1871, las victorias napoleónicas sobre este reino alemán se convirtieron en un consuelo para el sentimiento nacionalista francés.

La obra política de Napoleón fue estudiada por los historiadores, pero interpretada por numerosos políticos, al calor de las circunstancias del siglo XX. En 1931, Curzio Malaparte creyó verle como el primer dictador moderno, en una época –los años treinta- de notable triunfo de regímenes autoritarios en toda Europa.

El general Charles De Gaulle, presidente de la V República, en cambio, siempre le admiró como la espada de la Revolución y del orden, rehabilitando su figura desde un punto de vista nacionalista y conservador, pero alejado de todo totalitarismo. En la Francia actual nadie lo observa como un referente político concreto, sino como un episodio muy singular y personal de la historia del mundo.

En el debate histórico se admite que Napoleón fue un líder nato, pero sin sus colaboradores, sin su propia elite política y militar, no habría conseguido solo lo que llegó a ser. Sin embargo, a mediados del siglo XIX, los franceses comenzaron a sentirse embriagados por la leyenda del teniente que llegó a ser emperador.

Lo malo es que ese mito pasó a la mente de numerosos oficiales y militares europeos, africanos, americanos y asiáticos, en la Edad Contemporánea, que intentaron imitar su fulgurante carrera política, apoyándose en la violencia o en la fuerza de las armas. El caso más extremo fue el emperador Bokassa I (1976-1979) que, proclamó el Imperio de Centro África, coronándose como su mito, convirtiendo la antigua colonia francesa en un régimen autoritario y despótico que, no obstante, duró muy poco.