Astrid de Suecia
Picotazos de historia
La muerte de la reina Astrid: el accidente que cambió el destino de Bélgica
La trágica muerte de la reina Astrid en un accidente de coche conmocionó a Bélgica y dejó una herida profunda en la memoria colectiva del país
El rey Leopoldo III de Bélgica nació en el año 1908, siendo príncipe nato de Sajonia-Coburgo-Gotha y duque de Sajonia. Hijo del rey Alberto I, conocido como «el rey caballero» debido a su noble comportamiento durante la Primera Guerra Mundial —lo que le ganó el respeto y la admiración de todo el mundo—, Leopoldo, tras el inicio de la guerra, aunque entonces era príncipe heredero y solo tenía catorce años, se alistó en el Ejército belga y fue encuadrado en el 12.º regimiento de infantería, donde participó en combates y alcanzó el grado de cabo.
Terminado el sangriento conflicto, estudió en Eton College y en academias militares, al tiempo que estaba tutelado por los mejores políticos y científicos. Todo con la intención de rellenar el vacío que la guerra había dejado en su educación. Uno de sus tutores fue el historiador Henri Pirenne. En un viaje que realizó al Reino de Suecia, en 1925, conoció a la princesa Astrid, hija del príncipe Carlos, duque de Västergötland y hermano menor del rey Gustavo V de Suecia.
Elegante, hermosa, dulce, deportista…, la princesa se ganó inmediatamente el corazón de los belgas, y su matrimonio pareció elevar las ya muy altas esperanzas que Bélgica entera parecía depositar en su príncipe heredero.
Astrid y Leopold el día de su boda
Hubo que solucionar el delicado asunto del cambio de religión —de la protestante a la católica— por parte de la novia. Tras la ceremonia civil y la religiosa, la flamante duquesa de Brabante se instaló, junto con su marido, en el Hotel Bellevue, edificio perteneciente a las instalaciones del Palacio Real de Laeken, en Bruselas. Astrid, a lo largo de su corta vida como esposa del heredero y, más tarde, como reina consorte de Bélgica, desarrolló una intensa actividad orientada a la mejora de la vida y protección de la infancia y de las clases más desfavorecidas de la sociedad belga.
Esta labor, desempeñada con dedicación y disciplina, fue muy apreciada por su pueblo de adopción, que percibió en ella un verdadero interés en las causas a las que se dedicaba.
El 17 de febrero de 1934, el rey caballero Alberto I falleció a consecuencia de su propio espíritu temerario. Mientras practicaba el alpinismo, una de sus actividades favoritas, en la Marche-les-Dames, en las Ardenas, se rompió la cuerda que lo sujetaba y el monarca se precipitó al vacío. Cuando encontraron su cadáver, se comprobó que se había precipitado debido a una cuerda defectuosa, y su cuerpo había impactado contra las rocas. El cadáver presentaba un gran agujero en el cráneo.
En agosto de 1935, Leopoldo y Astrid se tomaron unas semanas de vacaciones y se instalaron, junto con sus hijos —Josefina Carlota, de siete años; Balduino, de cinco, y el pequeño Alberto, de quince meses— en la villa Haslihorn, en Horw. La villa estaba cerca de la ciudad de Lucerna y junto al lago del mismo nombre. La agradable estancia llegaba a su fin y, a finales de agosto, enviaron a los niños de regreso a Bruselas.
Había estado lloviendo durante varios días seguidos, pero ese 29 de agosto amaneció con un cielo despejado. Leopoldo, que era un entusiasta del mismo deporte que le había costado la vida a su padre, decidió organizar una pequeña excursión. Entusiasmada, Astrid se apuntó al plan.
A lo largo de la carretera que unía Lucerna con la población de Küssnacht había un reborde de hormigón, de unos veinte centímetros de grosor. El reborde tenía unas aberturas, de unos treinta centímetros, estratégicamente situadas cada quince metros para facilitar el drenaje de la carretera. Y sobre ella circulaban, en un Packard 120 descapotable, los excursionistas. Conducía el rey. La reina Astrid viajaba en el asiento del copiloto y el chófer (o mecánico) iba en el asiento trasero. El pavimento estaba resbaladizo debido a los días de lluvia, y en algunos tramos el drenaje no había funcionado.
La reina Astrid tenía un mapa desplegado sobre las rodillas y, en un momento dado, se le escapó y cayó al suelo. El rey se inclinó para ayudar a la reina y recoger el mapa. Fue un breve momento de distracción que, sumado al agua de la carretera, condujo al desastre.
Funeral de Astrid
El rey perdió el control del coche, que se salió de la carretera. El vehículo chocó contra un peral. La reina y el chófer salieron despedidos debido a la fuerza del impacto. El coche rodó, chocó contra otro árbol y continuó rodando hasta terminar hundido en las someras aguas de la orilla del lago.
Leopoldo III salió arrastrándose de los restos destrozados de lo que fue un espléndido vehículo, ahora unas ruinas humeantes. El rey tenía dislocadas ambas muñecas, una costilla rota y el labio inferior desgarrado. Con paso inseguro, se acercó hasta el cuerpo yacente de su esposa. Ya no había nada que hacer. La hermosa reina Astrid estaba muerta. Tenía el cráneo fracturado debido al impacto de la caída, y su pecho estaba atravesado por afilados cristales del parabrisas.
La muerte de la reina Astrid supuso una conmoción mundial y un desastre para Bélgica. Era joven, era guapa, querida por su pueblo, sus hijos eran dolorosamente pequeños y esta muerte llegaba demasiado cerca de la de su suegro, que había sido profundamente amado por su pueblo y un héroe y símbolo durante la guerra. Todos tenían reciente la imagen de esa elegante y joven mujer paseando por los bulevares de Bruselas. Sin escolta. Empujando el carrito donde dormía el pequeño Alberto.
Esta imagen quedó grabada en el imaginario del pueblo belga y, junto con otras circunstancias que explicaré en un futuro artículo, harían que no le perdonaran el segundo matrimonio que Leopoldo III celebró. De hecho, se consideró una traición al recuerdo de Astrid y una traición al pueblo belga. Pero, como diría Kipling, eso ya es otra historia.