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Alba asesina a los inocentes habitantes del país de la colección El gobierno de Alba en los Países Bajos y los resultados de su tiranía - Grabado anónimo de hacia 1572

Alba asesina a los inocentes habitantes del país de la colección El gobierno de Alba en los Países Bajos y los resultados de su tiranía - Grabado anónimo de hacia 1572

La propaganda en los Países Bajos que convirtió al duque de Alba en el símbolo de la leyenda negra

Convirtió al gobernador Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba, un recio general amante de la disciplina y el orden, en un monstruo cruel y depravado

Aunque el nacimiento más probable de la leyenda negra se sitúe en la península Itálica, en realidad la mayor parte de los numerosos enemigos del Imperio hispano fueron conformándola y ampliándola a lo largo del tiempo. Incluso hay quien habla de diferentes leyendas negras en función del origen del país rival: la de las repúblicas italianas, celosas del dominio aragonés primero y español después; la inglesa tras la muerte de María I, esposa de Felipe II, y la ascensión al trono de Isabel Tudor; o la de los Países Bajos, a raíz de la rebelión de las Provincias Unidas que derivó en la guerra de Flandes o de los Ochenta Años. Pero, como suele decir mi amigo Enrique Fonseca en sus interesantes vídeos, antes de centrarnos en esta leyenda conviene hacer un poco de historia.

Como es sabido, el emperador Carlos V dividió sus extensos dominios europeos entre su hermano Fernando y su hijo Felipe. A este último le correspondieron los de la herencia borgoñona, es decir, los vinculados a su bisabuela María de Borgoña: territorios que hoy forman parte de cinco países (Alemania, Bélgica, Francia, Luxemburgo y Países Bajos).

A ello se sumaban los de sus otros bisabuelos, los Reyes Católicos, entre los que estaban los de la península Ibérica —a los que Felipe incorporaría más tarde Portugal y sus colonias— y los italianos (prácticamente más de la mitad de la Italia actual, tras la anexión del Milanesado por parte de su padre). Además, se añadían los territorios africanos, americanos y asiáticos. De hecho, Filipinas recibió ese nombre en su honor. De ahí surgió la célebre frase acuñada en su reinado: «En mi imperio nunca se pone el sol».

Si tenemos en cuenta que su tío y gran aliado Fernando de Habsburgo era archiduque de Austria, rey de Hungría, Croacia y Bohemia, y sucedió a Carlos como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, es lógico pensar que al resto de países europeos les temblaran las piernas ante tan increíble acumulación de territorios y poder en una sola familia y, de manera especial, en la cabeza del Imperio: la España de Felipe II.

Centrándonos en Europa, y con la perspectiva que ofrecen los nacionalismos actuales, hoy puede sorprendernos que territorios tan lejanos y dispersos, con sus propios idiomas, costumbres, idiosincrasias, sistemas jurídicos y administrativos, mantuvieran una inquebrantable lealtad a un monarca español que residía en la relativamente apartada Europa sudoccidental —en Madrid primero y en El Escorial después, muy a diferencia de su padre y de sus bisabuelos españoles, que fueron reyes itinerantes—.

Sin embargo, en aquella época la religión tenía una importancia capital y se entendía que el rey lo era por designio divino. Los Austrias, además, con su sistema de gobernaciones y virreinatos, supieron otorgar una enorme autonomía a sus diferentes dominios, salvo en un asunto fundamental: la religión. Felipe II llegó a exclamar en una ocasión: «Antes preferiría perder mis estados y cien vidas que reinar sobre herejes».

Lo cierto es que en la mayoría de los territorios de la herencia borgoñona los ciudadanos fueron extremadamente leales al monarca. Lo fueron en los territorios de la Francia española (Artois, Ardenas, Mosela y Norte-Paso de Calais) y en el Franco Condado, cuyos habitantes venderían cara su piel ya en el siglo XVII en su desigual lucha contra Luis XIV de Francia, por su obsesión de seguir siendo españoles. A cada cañonazo francés los francocondeses respondían gritando al unísono: «¡Viva España!». También lo fueron en los territorios del sur de Flandes, que hoy conforman Bélgica.

En cambio, al norte de los Países Bajos españoles la situación era distinta. Estas provincias, volcadas en el comercio marítimo, gozaban de cierta prosperidad, pero conservaban un sistema aristocrático arcaico, con privilegios para la reducida clase nobiliaria y un aparato administrativo y judicial obsoleto. Las reformas introducidas por Felipe II, el aumento del número de obispados católicos y el hecho de que algunos castellanos ocuparan cargos locales chocaron con esta aristocracia levantisca, liderada por Guillermo de Orange.

Desde joven, Carlos V había mostrado especial consideración por Guillermo, consciente de que su familia era una de las más poderosas de Flandes; su propia hermana, María de Austria, fue tutora del príncipe. Sin embargo, con el tiempo, influido por esa nobleza flamenca y por personajes inconformistas como los condes de Horn y de Egmont, Guillermo se fue alejando de los Austrias, abrazó el protestantismo y simpatizó con las ideas independentistas. En el norte de Flandes el calvinismo había arraigado con mucha más fuerza que en el sur, y todavía en el siglo XVI la religión del noble determinaba en gran medida la de sus súbditos.

El historiador César Cervera sostiene que la nobleza flamenca se hizo protestante para tener un casus belli contra Felipe II. Lo que sí es cierto —aunque los neerlandeses actuales tiendan a ocultarlo— es que la mayoría de los flamencos se mantuvieron leales al rey. Así, cuando estalló la célebre «furia iconoclasta» —asalto a iglesias católicas para destruir imágenes de santos— y se produjeron los primeros choques armados, la casi totalidad de las tropas rebeldes estaban formadas por mercenarios. La guerra de Flandes fue, en realidad, una guerra civil: la participación española fue siempre minoritaria. Las tropas enviadas desde España nunca superaron los 8.000 hombres, mientras que los flamencos variaron desde los 30.000 del duque de Alba hasta los 50.000 de Farnesio.

En cualquier caso, el príncipe de Orange, que nunca fue un buen estratega ni tuvo grandes éxitos militares, resultó ser un genio de la propaganda. Aprovechándose de la imprenta —las nuevas tecnologías de la época, que permitían la rápida y abundante edición de panfletos y octavillas—, logró ganar la batalla del relato.

Convirtió al gobernador Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba, un recio general amante de la disciplina y el orden, en un monstruo cruel y depravado. La famosa ilustración que lo mostraba sobre los cuerpos decapitados de los condes de Horn y de Egmont, mientras devoraba un niño con una mano y con la otra sostenía bolsas de dinero provenientes de impuestos, se difundió como la pólvora.

Orange y la nobleza de las Provincias Unidas pasaron a criticar toda la política de Felipe II: las reformas institucionales, la religión católica —que frente a la «tolerancia» calvinista representaba la Inquisición y el oscurantismo—, el Tribunal de Tumultos creado por Alba, las nuevas tasas y, ya en pleno conflicto, los desmanes, saqueos y violaciones de soldados españoles.

Muchas acusaciones fueron exageradas, aunque algunas tenían fundamento, como el saqueo de Amberes por parte de un tercio amotinado tras más de dos años y medio sin cobrar. En esas jornadas, conocidas como la «furia española», perecieron más de 10.000 ciudadanos y más de un millar de viviendas fueron incendiadas.

Caricatura de la estatua del duque de Alba del patio interior de la ciudadela de Amberes

Caricatura de la estatua del duque de Alba del patio interior de la ciudadela de Amberes

A esas atrocidades puntuales había que sumar los estragos de la guerra, la piratería promovida por los rebeldes y por Inglaterra, que castigaba duramente el comercio y las ciudades costeras, la mano de hierro de Alba y los nuevos impuestos. De todo ello, los españoles aparecían como los únicos culpables, tal como reflejaba la propaganda orangista. Así, parte de la población acabó asumiendo ese relato.

Todavía hasta hace poco se asustaba a los niños en los Países Bajos con la amenaza de que vendría el duque de Alba si se portaban mal, y muchos aún creen que los neerlandeses de tez menos pálida y pelo oscuro descienden de los soldados españoles que violaban a las flamencas. Sin embargo, un estudio de la Universidad de Lovaina demuestra que esa creencia es falsa: aunque en los siglos XVI y XVII algunos españoles tuvieron hijos con holandesas, su número nunca fue suficiente para dejar una impronta genética en la población.

Son, en cualquier caso, los rescoldos de una leyenda negra que aún no acaba de morir.

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