Viviendas terminadas de Gévora, pueblo de colonización
Los pueblos de colonización: el proyecto rural de la República que acabó construyendo el franquismo
Concebidos para transformar el campo español, los pueblos de colonización fueron escenario de una modernidad artística y técnica que sobrevivió al cambio de régimen
Como si de una postal de viaje se tratase, en las fotografías de Joaquín del Palacio «Kindel» se observan construcciones racionalistas y orgánicas de una delicada factura. La tolerada opinión pública, aunque no del todo acertada, las denomina «paisajes inventados», «pueblos de la nada» o «pueblos de Franco». Quizás sea la comodidad de las tendencias actuales y la lectura iconográfica en blanco y negro, que idealizan la técnica arquitectónica, lo que no permita hacer una introspección en los matices grises de la historia.
Sus precedentes se originaron en los repartimientos bajomedievales, la repoblación en tiempos de los Estados modernos, la experimentación ilustrada y su codificación en el siglo XIX, continuándose con el difícil reparto republicano de la tierra, que culminó en la autarquía de Franco.
Con sentido crítico, en este periódico fueron publicados varios ensayos en tiempos de la Segunda República (1931-1939): La política hidráulica (30 de diciembre de 1931), ¿Una ley derogada por una opinión? (10 de diciembre de 1932) y Los regadíos y la Reforma Agraria (15 de diciembre de 1932). En ellos se confrontaron las plumas de Indalecio Prieto (ministro de Obras Públicas) y Adolfo Vázquez Humasqué (ministro de Agricultura) sobre soluciones reformadoras agrícolas, siendo las más profundas aportaciones de base histórica las de este último.
De aquella reforma republicana, nada exitosa, de dieciocho anteproyectos, solo tres —Láchar (Granada), El Torno y La Barca de la Florida (Cádiz)— se terminaron de construir en 1943 por los arquitectos y técnicos del Instituto Nacional de Colonización (INC, 1939-1972), durante la dictadura. La continuidad de los criterios de la República estuvo presente sin sufrir la generalizada depuración que se cree, siendo en ese caso mejorada gracias a la unificación de competencias sobre agrimensura, obra hidráulica, vivienda y colonización.
Lo que comenzó siendo una política económica, en su última fase se convirtió en social. La colonización, o fijación de la población rural en terrenos estatales, logró crear propiedad privada rural y garantizó unos medios de vida dignos. A partir de 1950 se añadió la nota humanista a la magna obra técnica. El arte reflejó la vocación de un trabajo colectivo, donde, a veces, la unión creativa dificultaba reconocer la intervención individual de artistas y arquitectos.
Muchos se preguntarán cómo es posible que la oficialidad permitiera realizar obras de una brillante factura vanguardista en poblaciones rurales, donde participaron Pablo Serrano, los hermanos Atienza, Justa Pagés, Carlos Pascual de Lara, José Luis Sánchez, Delhy Tejero, Jacqueline Canivet, Carmen Perujo, Arcadio Blasco, Antonio Hernández Mompó, etc. Esto se debe a que los caminos del arte contemporáneo durante la posguerra siguieron existiendo en espacios culturales como cafés, tertulias o galerías privadas, impulsados, además, por instituciones como la Iglesia y, en este caso, por el equipo técnico del INC.
Lo tradicional y lo moderno maridaron bien, retroalimentándose. Artistas nacionales (Manuel Rivera Hernández) y regionales (José Luis Núñez-Solé) colaboraron bajo un lenguaje creativo unitario junto a los arquitectos, lo cual no estuvo exento de complicaciones, como las acontecidas en Alberche del Caudillo, Algallarín y Villalba de Calatrava. Fue una apuesta segura, con un claro deseo de afianzar la cooperación entre experiencias estéticas muy diversas, conjugando las bases del informalismo y el abstraccionismo que imperarían en las décadas de 1970 y 1980.
Las entrevistas de Enriqueta Antolín (1983, Cambio 16) testimonian las voces de las distintas realidades vitales de los artistas que tomaron parte en la aculturación de los campos, donde los ojos de los colonos no juzgaron sus obras con los prejuicios de la urbe. Unos aceptaron por necesidad y otros, por la amistad con José Luis Fernández del Amo Moreno, arquitecto incorporado al INC desde la Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones, y primer director del Museo Nacional de Arte Contemporáneo (1951-1958). Su mentalidad aperturista favoreció la colaboración de distintas posturas en la vertebración de un arte destinado a ser habitado, comprometido con su tiempo.
Se logró instando a sus compañeros de plantilla —como Pedro Castañeda Cagigas, José Antonio Corrales, Carlos Arniches, José Tamés Alarcón, Jesús Ayuso Tejerizo, etc.— a seguir esta vertiente, teniendo en cuenta que las generaciones de arquitectos del INC eran también dispares.
El paso de todo este cuerpo técnico-artístico por cada uno de los pueblos tomó materiales, técnicas artísticas, texturas, volúmenes, escalas y espectros cromáticos como elementos orgánicos inspiradores a favor de una creación sostenible y humanizadora, pues el fruto de todo ello estaría dedicado al hábitat de los colonos y su descendencia, quienes lo dinamizan hoy día.
El resultado de la obra de colonización confirma que el arte contemporáneo tiene una vocación de compromiso social muy fuerte que no pasa desapercibida. La escala proyectista de aquellos tiempos es notable, hasta el punto de considerarlos museos contextualizados en su integridad, alejados del sentido foucaultiano que toma en la ciudad. Cada uno de los pueblos de colonización es un canto a la experiencia artística con una esencia particular. En ellos, la tradición y la modernidad conviven en equilibrio.
- Plácida Molina Ballesteros: es doctora internacional en Historia del Arte (UNED) con su tesis Paralelismos artísticos transfronterizos en colonización agraria ibérica: estudio de casos españoles y portugueses.