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Nave central de la Iglesia de la Compañía de Jesús de Quito

Nave central de la Iglesia de la Compañía de Jesús de QuitoWikimedia Commons

De Cartagena a Quito: cuando el mundo hispano edificó una civilización global y duradera

Más de 90 sitios culturales reconocidos por la UNESCO prueban la huella universal de la civilización hispana, presente en 22 países de cuatro continentes

Cuando se habla de civilizaciones que han dejado una huella profunda y visible en el mundo, solemos pensar en el Imperio romano. Su legado arquitectónico, jurídico y cultural está repartido desde Oriente Medio hasta las costas del Atlántico. Pero existe otra civilización cuyo impacto cultural global es comparable en escala y en profundidad: la civilización hispana. Y, aunque a veces se olvida, la prueba está registrada, catalogada y validada por un organismo internacional al que nadie puede acusar de exageración patriótica: la UNESCO.

Los hispanos han generado 90 lugares Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO de tipo cultural en 22 países diferentes. De estos, 40 están en España y 50 fuera de España: más de la mitad del legado hispano está disperso por el mundo. Y hay más: de esos 90 sitios, 59 son ciudades completas, centros históricos con varios monumentos o conjuntos de iglesias y monasterios. Es decir, estamos hablando de muchísimos más de 90 monumentos individuales. Dos aclaraciones: hemos contado solo sitios culturales (obra humana, no naturales) y exclusivamente los creados durante el período hispano, desde la llegada española hasta las independencias. Ni antes ni después. Eso convierte al legado hispano en uno de los más extensos que existen.

Para ponerlo en perspectiva, conviene comparar con otras grandes civilizaciones. Alemania tiene 49 sitios UESCO, todos en un solo país. Italia tiene 53, todos en Italia. Francia tiene 46 sitios en 3 países: casi todo en Francia. Portugal tiene 37 sitios en 7 países, con dispersión considerable. Y Gran Bretaña, que tuvo un imperio que abarcó 56 países y llegó a ocupar una cuarta parte de la superficie del planeta, tiene solo 36 sitios UESCO, solo 6 de ellos fuera de las islas Británicas. El contraste es claro: el Imperio británico fue enorme territorialmente, pero dejó muy poco construido. Donde iban, extraían. No construían ciudades nuevas, ni universidades, ni catedrales, ni grandes trazados urbanos. Su huella cultural fuera de casa es mínima.

El caso francés es parecido. Francia tiene un patrimonio reconocido enorme, pero casi íntegramente dentro de Francia. El legado del llamado «imperio colonial francés», tan citado en debates contemporáneos, deja apenas un par de sitios UESCO fuera de territorio francés que puedan atribuirse a su expansión histórica. En otras palabras, los franceses dejaron legado cultural cuando estaban en Francia. Fuera, dejaron muy poco.

En cambio, cuando uno mira la distribución del patrimonio hispano, el panorama cambia radicalmente. Aproximadamente la mitad de los sitios de origen hispano están fuera de España, dispersos por América, Asia, África y Europa. El mapa es impresionante: desde las ciudades virreinales de México hasta los fuertes defendiendo las rutas del Pacífico en Filipinas; desde las misiones en Argentina y Paraguay hasta los centros históricos de Quito, Sucre o La Habana; desde el Viejo San Juan en Puerto Rico hasta el Fuerte Jesús en Kenia. Incluso en Italia, el centro histórico de Nápoles conserva huellas importantes del período español bajo los Austrias.

Esta distribución tan amplia revela algo muy profundo: la visión hispana no era extractiva, era constructiva. Allí donde los hispanos se establecían, creaban estructuras estables, duraderas, significativas. Fundaban ciudades enteras —muchas de ellas hoy capitales nacionales— y levantaban edificios que todavía definen la identidad cultural de esos países.

No es casualidad que prácticamente todas las capitales de Hispanoamérica conserven un «centro histórico» de trazado español que hoy es Patrimonio de la Humanidad o que podría serlo. Las ciudades no son fruto de una explotación temporal: son obra de largo plazo. Se construyeron instituciones, universidades, hospitales, catedrales, plazas mayores, redes de caminos, acueductos, obras defensivas, sistemas de gobierno local. Nada de eso encaja con la visión del colonizador extractivo. Construir todo eso requiere un proyecto de civilización, no un saqueo.

San Miguel de Allende (México)

San Miguel de Allende (México)

Pero hay algo todavía más importante: este patrimonio no es obra exclusiva de los españoles llegados de la península. Sería injusto y absurdo afirmarlo. Todo este legado fue construido por los hispanos que vivieron en esos territorios. Españoles peninsulares, sí, pero también criollos, indígenas, mestizos, afrodescendientes, asiáticos en Filipinas… toda una diversidad humana que trabajó, vivió, creó y dio forma a esta civilización. Por eso, el patrimonio hispano no pertenece solo a España, sino a todos los pueblos que participaron en su construcción.

Cuando uno observa los conventos de Puebla, las misiones de Paraguay, los centros históricos de Cuzco o Quito, los bastiones de Cartagena de Indias o el trazado urbano de La Habana, está viendo obras que fueron levantadas por las sociedades que allí vivían. No se trata, por tanto, de un «patrimonio español», sino de un patrimonio hispano, construido por millones de personas que compartían una cultura común.

Y esa es la razón por la que hoy más de 600 millones de hispanos pueden sentirse orgullosos. Porque no es una historia ajena: es la historia de nuestros antepasados, independientemente del país de donde procedamos.

Quito (Ecuador)

Quito (Ecuador)

Esta realidad tiene consecuencias que van más allá del orgullo histórico. Demuestra que fuimos capaces de crear algo grande, duradero y universal. Y, si lo hicimos entonces, podemos hacerlo ahora.

El contraste con otros imperios resalta aún más esta característica. Los imperios anglosajón y francés fueron, en su esencia, extractivos. Dejaron poco más que estructuras administrativas que desaparecieron cuando ellos se fueron. No dejaron un legado cultural duradero ni visible. Y esto no es una opinión: es lo que la UESCO certifica oficialmente.

El legado hispano, por el contrario, es físico, monumental, urbano, espiritual y tangible. Enorme en número, enorme en extensión geográfica y enorme en significado. De hecho, salvo el Imperio romano, ninguna otra civilización histórica ha dejado una red tan amplia de ciudades y obras culturales reconocidas por la humanidad. Y hay que decirlo con claridad: probablemente el legado romano es mayor, pero el único comparable es el hispano.

Interior de la iglesia de San Agustín en Manila

Interior de la iglesia de San Agustín en ManilaDiego Delso / Wikimedia Commons

Por eso, cuando algún anglosajón mira por encima del hombro a un mexicano, un colombiano, un ecuatoriano, un dominicano o un peruano; cuando un europeo del norte nos juzga con condescendencia, conviene recordarles algo muy simple y objetivo: quizá hoy nuestros países no son los más ricos, pero nuestra civilización ha dejado una riqueza cultural inmensa, global y reconocida oficialmente. Una riqueza que ellos no han dejado. Una riqueza que no pertenece solo a un país, sino a un vasto pueblo de naciones hermanas.

Y esta constatación importa. Importa porque genera identidad, autoestima y ambición. Importa porque rompe con los complejos históricos que muchos hispanos han interiorizado durante el último siglo. Importa porque demuestra que nuestra civilización no fue una anomalía, sino una de las grandes civilizaciones universales.

La existencia de este patrimonio debería impulsarnos a una conclusión natural: si fuimos capaces de construir esto, somos perfectamente capaces de volver a ser prósperos, dinámicos y creativos en el presente y en el futuro. Una civilización que fue una de las grandes de la historia no está condenada a la irrelevancia. Nuestro pasado no es un museo: es una llamada a la acción.

Este legado, disperso por el planeta, nos recuerda lo que somos: un pueblo que construye, no un pueblo que extrae; un pueblo que deja huella, no un pueblo que se limita a pasar. Y ese recordatorio debería darnos la confianza necesaria para reivindicar un futuro a la altura de nuestra historia.

  • Manuel Galán es ingeniero y empresario.
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