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Plaza Azadi, en Teherán, Irán

Plaza Azadi, en Teherán, IránAndrea Polidura / El Debate

El Debate en Irán

Sortear obstáculos en el Irán de los ayatolás: así cubrí el aniversario de la Revolución Islámica

El miedo, la censura y el control dificultan la labor periodística

La sensación de estar llegando a otro mundo te invade cuando aterrizas en Teherán. La desconexión absoluta con el exterior, el bloqueo de cualquier acceso a redes sociales y la incapacidad de poder saber lo que sucede más allá de lo que tus propios ojos pueden alcanzar a ver, resulta, de algún modo, agradable.

Pero deja de serlo cuando se convierte en una imposición, cuando el simple hecho de querer mandar un mensaje para avisar de que has llegado bien se convierte en una misión casi imposible de cumplir. Mientras que los iraníes están acostumbrados a vivir sorteando obstáculos, para los foráneos, acostumbrados a tener todas las facilidades a nuestro alcance, resulta incomprensible y frustrante.

El paisaje de Teherán no se puede describir sin mencionar la multitud de cámaras de seguridad que decoran cada esquina de la inmensidad de la ciudad. Un escenario propio de la célebre novela de George Orwell 1984. En las calles de Teherán, y ante la atenta mirada de las pequeñas máquinas espías, los iraníes se vuelven desconfiados y temerosos. El hecho de que todos los periodistas extranjeros tengamos que ir, sin excepción, con un 'traductor' local no hace fácil el trabajo.

44ºAniversario de la Revolución Islámica

44ºAniversario de la Revolución IslámicaAli / El Debate

El tráfico, el frío gélido, así como los impedimentos para visitar localizaciones claves como universidades, colegios u hospitales, justificado bajo la extenuante burocracia del país, desafía la labor de los periodistas. Al finalizar la jornada, todos nuestros movimientos eran plasmados con lujo de detalles en un informe. Dónde habíamos estado, con quién habíamos hablado y qué tipo de asuntos habíamos decidido cubrir, todo era documentado. Un informe cuyo destino podemos imaginar.

Desde que comenzaron las protestas, el pasado mes de septiembre, Irán ha imposibilitado la entrada de periodistas extranjeros. Pero, a pesar de que cinco meses más tarde han permitido que un número concreto de medios informemos desde el terreno, las líneas rojas y las trabas han sido continuas.

Cubrir manifestaciones contra el régimen o cualquier aspecto que tuviera relación con la muerte de la joven kurda Mahsa Amini podía acarrear graves consecuencias. Ni hablar de entrevistas con miembros de la polémica Policía de la Moral o los basijis –rama paramilitar islámica, encargada de aplastar las últimas revueltas–, fuera del alcance de cualquier reportero.

La seguridad y el control por la información eran constantes, así como la obsesión por ofrecer una imagen de calma, que han tratado de patrocinar, sobre todo, durante el 44º aniversario de la Revolución Islámica. El presidente iraní, Ebrahim Raisi, proclamó el «fracaso» de las protestas, pero, aunque intenten esconderlo, la realidad es que las generaciones más jóvenes ya no creen en las bondades de la Revolución y sus obsoletos ideales.

Aún así, más allá de la negrura que el régimen de los ayatolás esparce sobre el país, cuando te adentras en su cultura, sus calles y su gente, Irán enamora. La amabilidad y la cercanía son dos cualidades que caracterizan a los iraníes, siempre sonrientes, a pesar de la cruda realidad a la que tienen que hacer frente día tras día.

El arroz es el ingrediente principal de la mayoría de los platos. Uno de los más consumidos es el kebab, pero no como el que conocemos en España. En el país persa se sirve en un plato gigante repleto de este cereal, con una especie de brocheta de pollo o cordero, normalmente acompañado de remolacha, cebolla cruda y tomate.

El pan iraní es otra de las delicias del país y se vuelve imprescindible en la mesa. Existen cuatro tipos diferentes: Barbari, Sangak, Taftoon y Lavash. Guisos, sopas y, por supuesto, los dulces rellenos de dátiles o los característicos pistachos de la región. Una comida tan tierna que, por lo general, en los restaurantes no disponen de cuchillos. El tenedor y la cuchara bastan para degustar los platos iraníes.

Imagen de una calle de Teherán, Irán

Imagen de una calle de Teherán, IránAndrea Polidura / El Debate

La comida en Irán tiene que estar preparada en consonancia con los prefectos que marca el islam. Es decir, debe ser halal. Esto supone que está prohibido, por ejemplo, comer cerdo. Asimismo, se especifica cómo debe ser sacrificado el animal. Este método consiste en hacer una incisión, con un cuchillo afilado, rápida y profunda en el cuello para provocar el corte de las principales arterias –sin dañar la espina dorsal–, y que el animal se desangre.

La música a todo volumen retumba en los establecimientos. Música persa o versiones occidentales adaptadas a las exigencias de la República Islámica se escuchan a través de los altavoces. Un sonido que entorpece la conversación. Restaurantes para todos los gustos, la mayoría semi-vacíos plagan Teherán, donde una buena comida puede rondar los seis euros por persona.

El alcohol, por supuesto, ni probarlo, en su defecto, té. Aunque, paradójicamente, gran parte de los iraníes producen sus propios vinos en casa. De hecho, el país persa es conocido por la uva Syrah, que destaca, entre otras cosas, por su facilidad de cultivo y un sabor suave, abundante en la provincia de Fars. Precisamente, en esta región existe una ciudad que lleva el mismo nombre que la uva y que cuenta con una larga tradición de producción de vino.

Pero, tras la Revolución Islámica de 1979, esta práctica se quedó en el olvido. Sin embargo, los iraníes, como parte de su ADN, han sabido adaptarse a las restricciones y el caso del alcohol, no es una excepción. La mayoría se han convertido en expertos viticultores y elaboran sus propios vinos en los sótanos de sus casas. Los hogares se han transformado, para muchos, en el único espacio donde poder hablar, reír y discutir libremente.

Lujosos centros comerciales en el norte de Teherán contrastan con los céntricos bazares, atestados de gente, donde respirar se vuelve sofocante. En los primeros es habitual toparse con chicas jóvenes, sin hiyab, con el pelo de diferentes colores, piercings, vestidas al más puro estilo occidental, disfrutando de una tarde de compras entre amigas y risas. Uno de esos grupos no duda en asegurar a este periódico que las protestas «siguen más vivas que nunca».

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