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26 de abril de 2024

Foto de familia de los líderes de los Estados miembro de la Unión Europea

Foto de familia de los líderes de los Estados miembro de la Unión EuropeaAFP

426 días de guerra en Ucrania

El «vía crucis» de la Unión Europea

Como decía el próximamente centenario Kissinger, «está llegando la hora en que la UE tiene que decidir qué quiere ser de mayor»

Para la inmensa mayoría de los gobiernos y las opiniones públicas de Europa, la guerra en el subcontinente europeo fue una sorpresa total. Es verdad que la memoria colectiva del papel jugado por los servicios de inteligencia británicos y estadounidenses durante la crisis de Irak hace ya dos décadas es difícil de olvidar y quizás de perdonar. Hasta el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, a cuatro días de la invasión, el 19 de febrero 2022 en la Conferencia de Seguridad de Múnich, Alemania, acusaba a los británicos y estadounidenses de asustar a posibles inversores en Ucrania con sus incesantes tambores de guerra.
Muchos europeos, sobre todo aquellos que llevaban casi siete décadas invirtiendo capital político en un proyecto de construcción de la paz desde aquel Tratado de Roma en 1957, no podían imaginar que una guerra interestatal podía estallar en Europa. La demolición el 24 de febrero 2023 del pilar intelectual predominante y el marco de creencias de los gobiernos, las élites y los pueblos de Europa desde 1951 de que la interdependencia comercial y la cooperación política haría una guerra entre europeos «impensable», aumentó la sensación de sorpresa y desolación en todos los miembros de la Unión Europea.
Esta incredulidad fue aún mayor en Alemania, donde desde la Ostpolitik, de Willy Brandt, en 1969 todos los cancilleres y la mayoría del pueblo alemán aposto por la doctrina del «Wandel durch Handel», (más o menos «cambio a través de comercio»), y en las dos primeras décadas del siglo XXI la propuesta de que la dependencia energética podía ser un instrumento de guerra, que podía volverse en contra del consumidor no del productor, simplemente no cabía en el marco mental de la clase política e intelectual de la primera economía de la Unión Europea.
También es justo precisar que tampoco en Bruselas u otras capitales continentales concebían este escenario estratégico. Solo algunos excéntricos anglosajones a ambas riberas de Atlántico avisaron desde la década de los 70 de que los gaseoductos y oleoductos provenientes de la antigua URSS eran más que una transacción comercial y podían ser el Talón de Aquiles de la seguridad de Europa. El Reino Unido, liderado por la City de Londres, sorprendentemente apostó por ser el mejor amigo de Moscú en cuestión de negocios y ganó a pulso el calificativo de «Londongrad», que no requiere más explicación.
Más aún, la posición de Roma, París, Madrid y demás actores secundarios en Europa era que se podía mantener el «business as usual» o continuar con la política comercial aparte de la política de seguridad y defensa. Sin tener en cuenta los giros y actuaciones de Moscú desde las revoluciones de los colores que comenzaron en Kiev, en 2004.
Todo este edificio se vino abajo el 24 de febrero. La guerra de inmediato transformó el discurso y las políticas de la Unión. Pero la falta de preparación psicológica, política, económica y social para este shock dejó a los líderes europeos nacionales y de la Unión descolocados y asustados al encontrarse en una situación para la cual no estaban preparados. Así pues la famosa cita de Dean Acheson, ante la crisis de Corea en 1950, tomó actualidad imperante, es decir, «cuando uno no sabe que hacer, hace lo que sabe» y se puso en práctica a nivel continental a dos niveles a la vez:
Por una parte, los Estados miembros aprovecharon para pasar «la patata caliente» de acciones unilaterales a la agresión rusa al marco multilateral de Bruselas, aludiendo a, en la práctica, con una casi inexistente Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) y la nirvana de «la Brújula Europea» de autonomía estratégica –un concepto más teológico que real pues implica una cesión de soberanía por parte de los Estados miembros a la Unión que ningún líder continental contempla dentro de su futuro político– no les dejaba margen de actuación.
Más aún, los líderes nacionales querían evitar situaciones potencialmente embarazosas, pues pondrían el foco en su irresponsable falta de preparación en las áreas de seguridad y defensa y su total dependencia en el paraguas nuclear norteamericano y en la gobernanza del orden internacional de 1945. Un orden que, desde las guerras de Afganistán, en 2001, e Irak, en 2003, la mayor parte de la sociedad internacional y, sobre todo, los vecinos de Europa consideran ya obsoleto.
Por otra parte, la Unión, a través de su presidenta Ursula Von der Leyen, puso en práctica un plan de tres puntos: primero. Como en todos los conflictos desde el fin de la Guerra Fría, la Unión se encarga del poder blando, y delega en la OTAN o Estados extra comunitarios el poder duro.
Segundo. Siguiendo fielmente las estrategias de la Unión ante conflictos anteriores, la Comisión se embarca en un programa de sanciones económicas, diplomáticas y comerciales ante el agresor que, tras 15 meses, va por su décima fase. De nuevo, «el aullido es más sonoro que el mordisco» y ante el dudoso currículo de las políticas de sanciones en el pasado, recordemos sus éxitos con la Italia de Mussolini, la Rhodesia de Ian Smith, la Sudáfrica del Apartheid, el Irak de Saddam Hussein, la Cuba de Castro o la Venezuela de Maduro, por citar algunos ejemplos más sonoros, en este caso las diez tandas excluyen petróleo por oleoducto a países de Europa Central y materiales estratégicos y minerales raros rusos adquiridos por terceros países. El régimen de sanciones hasta la fecha ha cambiado el mapa energético y comercial de Europa a un precio considerable a las haciendas y consumidores de la Unión mientras la economía ucraniana se ha visto reducida en un 40-45 % y la rusa en un 3-8 %.
Tercero. Como antaño y emulando al presidente FDR durante la Segunda Guerra Mundial, la Unión aspira a ser: a) «Arsenal de la Democracia», frente al agresor Putin, además de b) «lugar de refugio», para los ucranianos desplazados de la guerra.
En el primer apartado, suministro de armas, de nuevo los deseos se enfrentan a la cruda realidad, durante los primeros 15 meses, la Unión ha vaciado sus exiguos arsenales para suministrar de munición y material a Kiev, al contrario de sus socios anglosajones sus trenes logísticos y política industrial no ha girado hacia proporcionar armamento a la escala de las necesidades de Kiev pues esta depende de los gobiernos nacionales y hasta ahora ninguno apuesta por modificar sus complejos militares industriales es esta dirección. Las empresas se quejan de que no reciben pedidos de los estados y sin pedidos no pueden cambiar las estrategias de producción.
En el segundo, refugiados, el balance es extraordinario, no en vano la política de la Unión sobre refugiados –al contrario que las de los estados miembros– está en la vanguardia del planeta. Desde el primer momento, se tramitó un status de «persona protegida» y hasta la fecha unos nueve o diez millones de refugiados (la mayoría mujeres y menores) fueron y son bienvenidos y aceptados por la Unión. Un hecho sin precedentes en el continente desde finales de la Segunda Guerra Mundial.
En resumen, como explica la conocida cita del Conde de Lampedusa, «todo tiene que cambiar para que siga igual». En los primeros quince meses de guerra en la Unión los países miembros continúan siendo los generadores de las políticas de defensa y seguridad, y estas son delegadas a la OTAN. Al comienzo de la guerra hubo un consenso y una euforia unánime para aumentar el gasto, o la inversión, en defensa con casi todos los miembros de la Unión declararon su determinación de cumplir con el 2 % del PIB en defensa. El giro más espectacular fue el del canciller alemán Scholz, que prometió una inversión de 100.000 millones de euros en defensa.
A día de hoy estas declaraciones altisonantes todavía esperan traducirse en hechos, pues salvo excepciones como los países bálticos y algunos del este, los demás son reacios a políticamente asociarse con un rearme militar y asumir el coste electoral en un gasto que en algunos casos implicaría el aumento de impuestos a la población, ya que los márgenes de deuda pública han sido llevados al límite por la pandemia de la covid-19.
Esta ambigüedad de algunos socios, principalmente los más alejados del teatro de operaciones, frente a la firmeza de otros, los vecinos de Rusia y de Ucrania, ya ha provocado fisuras en la Unión con reproches y acusaciones mutuas. Si no se acercan posiciones estas fisuras pueden provocar una polarización entre los que corren el riesgo de «pretender contener al oso ruso hasta el último soldado ucraniano» para provocar un cambio de régimen en Moscú, y los «apaciguadores y trileros» que desean la paz por la paz misma, dejando al régimen neoimperialista de Putin en el poder a costa de la integridad y soberanía de Kiev en una «paz caliente» que augura futuras guerras en las próximas décadas.
Finalmente, la vuelta de la guerra interestatal a Europa, especialmente una con un claro componente nuclear, ha transformado los parámetros y los términos de la seguridad y defensa en el continente y clarificado varias inconsistencias e hipocresías de la Unión Europea y sus miembros. De esta forma ha puesto sobre la mesa «el gran elefante en la habitación» desde el Tratado de Maastricht, es decir la soberanía, en este caso la falta de soberanía de la Unión, pues esta reside en sus Estados miembros. La UE sigue siendo una organización intergubernamental regional. La pregunta es, ¿puede ser la Unión Europea un actor internacional creíble sin ser un estado soberano como lo son Estados Unidos, la Federación Rusa, India, Brasil o China? A día de hoy la respuesta no es muy halagüeña para Bruselas.
Más aún, como potencia nuclear, la amenaza de Rusia a Europa solo puede ser neutralizada por una estrategia creíble de disuasión que solo existe en los Estados Unidos y la OTAN. El paraguas americano no tiene sustituto, Suecia y Finlandia lo han dejado claro al ingresar en la OTAN a pesar de ser ambos miembros de la Unión. A su vez, los arsenales nucleares de Francia no son creíbles como reemplazo del americano, y el británico está íntimamente ligado a Washington y no contempla su utilización al margen de Estados Unidos. La Unión no cuenta en este equilibrio y la «autonomía estratégica europea» ni siquiera es mencionada. Ahora es el momento de unidad y efectividad estratégica, no de debates doctrinales y provinciales como nos tienen acostumbrados en Bruselas y las capitales de la Unión.
Un último apunte, que no deja de ser primordial. Esta guerra tiene para la Unión una dimensión China que globaliza el conflicto en Ucrania e implica, o trata de implicar a todos los países de la sociedad internacional.
El 4 de febrero 2022, durante las olimpiadas de Pekín, los presidentes Putin y Xi Jinping declararon una «amistad sin límites» estableciendo una conexión directa entre Pekín y Moscú que posiblemente, haya sido el catalizador que reforzó la decisión de Washington de apoyar también «sin límites» a Ucrania y a la Unión. Este nexo entre la guerra en el este de Europa y el teatro de Indo-Pacífico de contención a China no opera en beneficio de la Unión. Pues tras los pobres resultados del Ejército ruso durante el último año y el estancamiento de los frentes y las limitadas capacidades y ambiciones estratégicas de Ucrania han resultado en «una guerra limitada de alta intensidad» al teatro del territorio de Ucrania con pocas posibilidades de proliferación horizontal, es decir, de convertirse en una guerra regional.
La lógica división de misiones entre la Unión, la OTAN, AUKUS, alianza Quad y pactos bilaterales se basa en la experiencia en Ucrania desde febrero de 2022. Es decir, si los rusos no pueden ni llegar a Kiev como van a amenazar a Varsovia o Budapest y menos aún a Madrid o Roma. Una realidad que se refleja en la estrategia a medio y largo plazo de Washington y Londres de subcontratar a los Estados europeos continentales el frente ucraniano mientras ellos ponen el foco en la verdadera amenaza global del teatro en el Indo-Pacifico. La declaración tras la cumbre de la OTAN en Madrid, en junio de 2022, refleja esta globalización de las amenazas y esboza una división de tareas que tiene un sustancial coste político y económico para los líderes europeos.
Existen pocas dudas de que la guerra ruso-ucraniana representa la prueba más dura a la que la Unión Europea se ha enfrentado jamás. Una prueba que no solo puede incitar a que los Estados miembros se enfrenten temporalmente unos a otros en grupos con intereses opuestos como hasta ahora en temas de índole secundario como presupuestos, normativas sociales y políticas industriales, si no que pueden causar la desintegración de la propia Unión pues está en juego una de las funciones primordiales de todo gobierno: la seguridad y la defensa del país y sus ciudadanos además de ejercer la soberanía nacional.
El gran dilema para los líderes de la Unión Europea a resolver a corto y medio plazo es: ¿cedo soberanía y poder a un ente regional que se convertiría de jure en unos Estados Unidos de Europa a cambio de garantizar la seguridad y prosperidad de mis ciudadanos, y asegurar estar en la mesa de las potencias que deciden el futuro orden mundial? O, por otra parte, ¿subrayamos y aceptamos el impasse actual que asegura un declive controlado del peso global de la Unión consolidando su status como una organización regional de libre comercio con una activa agenda social concluyendo su sueño de una unidad continental, pero manteniendo mi poder político y la soberanía de mi país intacta?
Una decisión extremadamente complicada, pero a la vez imperante y necesaria. Sin duda un verdadero «vía crucis» para cualquier líder de la Unión. Como decía el próximamente centenario Kissinger, «está llegando la hora en que la Unión Europea tiene que decidir que quiere ser de mayor».
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