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04 de mayo de 2024

Juan Rodríguez Garat
Juan Rodríguez Garat

Las cuentas de la Guerra de Ucrania tras el bloqueo del Congreso de los EE.UU.

Los EE.UU. aportan hoy prácticamente la mitad de la ayuda militar que recibe Kiev y Borrell ha dejado claro que Europa, sola, no puede compensar lo que los estadounidenses dejarían de aportar

Actualizada 04:30

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, tras su intervención en le Congreso de Estados Unidos

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, tras su intervención en le Congreso de Estados Unidos (Diciembre 2022)AFP

Desde que el azar me llevó a los platós de diversas cadenas de televisión –fue una impredecible coincidencia de fechas la que transformó un almuerzo con periodistas para hablar del Quinto Centenario de la Primera Circunnavegación en un primer análisis para la prensa de la invasión de Ucrania– he tenido la impresión de que las buenas noticias no se venden bien.
Es posible que me equivoque, pero a menudo me ha parecido ver un rictus de decepción en el rostro de los entrevistadores cuando contestaba que Rusia no tomaría Kiev, ni desembarcaría en Odesa, ni invadiría Polonia; que Putin no emplearía armas químicas en Ucrania, y mucho menos nucleares; o que el submarino Belgorod y sus apocalípticos torpedos eran solo un mito de la propaganda rusa.
En estos días, cuando la revuelta del ala derecha del partido republicano de los EE.UU. contra su propio líder en el Congreso ha paralizado la aprobación de nuevas ayudas al régimen de Zelenski, siento que de nuevo voy a decepcionar al público si abogo por la tranquilidad. Y, sin embargo, tal como se dice en mi tierra natal, «nunca llovió que no escampara».

La perspectiva histórica

En las guerras de la Edad Moderna, libradas a menudo por ejércitos mercenarios y costosísimas para los menguados recursos de los reyes de la época –todavía no se había inventado el IRPF– era frecuente que la ruina de las haciendas forzara la tregua en las hostilidades, ya fuera tácita o acordada. Solo tiene que recordar el lector los ochenta años de nuestra Guerra de Flandes, salpicados de bancarrotas reales.
El nacionalismo –y el concepto del pueblo en armas– cambió sustancialmente esa situación. Por supuesto, el oro siguió siendo importante para la guerra. Pero dejó de ser decisivo. No fue la riqueza de los talibanes la que les dio la victoria primero frente a la Unión Soviética y después contra la alianza antitalibán, impulsada por los EE.UU. y sostenida por la OTAN. Y no es este un fenómeno exclusivo del siglo XXI. Tampoco Francia había salido vencedora de nuestra Guerra de la Independencia en el siglo XIX, ni los EE.UU. triunfaron en la de Vietnam en el XX.
Sirvan estos ejemplos históricos para recordar que hay dos formas de hacer la guerra. Una de ellas, la que los militares llamamos de alta intensidad, entre dos ejércitos similarmente equipados. La otra, aparentemente menos exigente pero todavía más difícil de ganar, entre un ejército regular y un pueblo que se organiza para resistir.
La Guerra de Ucrania se ajusta hoy al primero de estos modelos. El ejército ucraniano y el ruso combaten de igual a igual en una guerra en la que Zelenski tiene el apoyo occidental que necesita para resistir; pero no, al menos por el momento, para tratar de conseguir una victoria militar que, aunque pocos portavoces oficiales lo admitan públicamente, parece imposible. Recuerde el lector que, incluso si el ejército ruso fuera expulsado de todos los territorios ocupados –algo extremadamente improbable sin una intervención de la OTAN que no va a tener lugar– nada le impide a Putin continuar la guerra desde sus fronteras, intocables bajo su paraguas de disuasión nuclear, mientras sigue repitiendo cansinamente la cantinela de que «se cumplirán todos los objetivos de la operación especial».
Es este modelo de alta intensidad el que vamos a discutir en este artículo. Un modelo caro, muy por encima de las posibilidades de Ucrania, para el que ciertamente Zelenski necesita un gran volumen de apoyo exterior. Pero, aunque Putin acaba de asegurar que su Ejército ganaría la guerra en una semana si el enemigo no recibiera armas –curiosa forma de minusvalorar a sus propias Fuerzas Armadas– debe poner el lector esa frase en el mismo saco que otra de las que trató de hacernos creer en la misma entrevista: «Rusia no combate por el territorio sino por principios». Eso sí, «Odesa es rusa». Por principios.

Las cuentas de la guerra

En el bando ucraniano, las cuentas de la guerra son públicas, aunque no tan sencillas de entender como pudiera parecer por las diferentes formas de presupuestar que tienen las naciones. No siempre es fácil abrirse camino entre las cifras entregadas y las comprometidas, o entre la ayuda militar, la financiera y la humanitaria. Tampoco informan todos los países del coste real o de oportunidad del equipo militar suministrado.
En el caso de los EE.UU., con mucho el principal donante, añade confusión el hecho de que a las cifras aprobadas por diferentes actas del congreso se unan los anuncios de los diferentes paquetes de ayuda de la Casa Blanca que en realidad, y como no podía ser de otra manera, salen de las anteriores.
Afortunadamente, el Instituto de Kiel para la Economía Global –que, por cierto, pone a España en el penúltimo lugar de los países donantes por la transparencia de nuestras contribuciones– lidia con todos esos asuntos y proporciona cifras generalmente aceptadas por los analistas.
A 31 de julio de 2023, los Estados Unidos habían comprometido 69.000 millones de euros, de los que 42 eran de ayuda militar. Los compromisos del resto de los países que apoyan a Ucrania, liderados por la Unión Europea, totalizaban 230.000 millones de euros, mucho más que los EE.UU., pero solo 47 correspondían a gastos militares. Así pues, los EE.UU. aportan hoy prácticamente la mitad de la ayuda militar que recibe Kiev.
Para Ucrania, desde luego, esta ayuda es vital. Pero, como estamos hablando de una guerra, la panorámica no sería completa si no considerásemos el otro lado. Hace pocos días, el Kremlin ha anunciado un aumento de su presupuesto de defensa para el 2024 de nada menos que un 68 %. No hay error en las cifras. El próximo año, y debido «a la guerra híbrida que se hace contra Rusia» Rusia gastará 106.000 millones de euros en su defensa.
Aparentemente, la cifra anunciada por el Kremlin supera bastante a las donaciones militares de todos los países occidentales. Pero hay factores que alteran esta percepción. Por una parte, el material ruso es sensiblemente más barato que el occidental, y eso les da alguna ventaja. Pero por la otra, buena parte del presupuesto de defensa de Rusia se consume en gastos de personal y en el sostenimiento de material que no es necesario para esta guerra. No es solo el arma nuclear, extremadamente cara, sino también la marina de guerra y buena parte de las fuerzas aéreas, que aportan poco o nada a los combates en Ucrania.
Luego está el peaje de la corrupción, muy alto en Rusia. Todo sumado, parece que la cosa se equilibra y que las diferencias presupuestarias no serán decisivas en esta guerra… si es que no se cansa de pagar el pueblo ruso ni cesa el apoyo occidental a la causa de Zelenski, dos hipótesis a las que el lector haría bien en responder con ese «largo me lo fiais» de nuestro imperecedero don Quijote.

¿Quién se cansará antes?

Como nos encanta ponernos en lo peor, rara vez se discuten en occidente los problemas de Moscú. Pero ¿Qué posibilidades hay de que, cuando falte Putin, Rusia acepte desangrarse en Ucrania hasta el fin de los tiempos? Creo que ninguna. Para muchos analistas, fue la Guerra de Afganistán la que dio el golpe de gracia a la Unión Soviética. Aunque Putin asegura estar cómodo con la idea, sabe que una guerra eterna en Ucrania puede llegar a ser el fin de la Federación Rusa.
Obviamente, el Kremlin maneja la hipótesis de que se cansará antes el otro lado. Está por ver. Por lo pronto, es difícil no ver las contradicciones del dictador ruso, a quien no le importa asegurar que Rusia libra una batalla existencial contra occidente los lunes y luego decir los martes que «no existe ninguna situación hoy en la que algo amenace la existencia del Estado ruso», complicando la vida de los rusoplanistas obligados a defender ambas cosas a la vez.
A favor de Rusia está el poder coercitivo de su policía. Los pueblos regidos por dictadores suelen aguantar mucho, aunque la historia demuestre que todo tiene un límite. A favor de Ucrania está el hecho de que los sacrificios que exige la guerra a sus aliados son, proporcionalmente, mucho más llevaderos.

Ni hay tributo de sangre ni la carga para la economía es excesiva

Para los EE.UU., la ayuda a Ucrania supone un 0.33 % de su PIB. Para Alemania, acusada injustamente de falta de compromiso, el 0,54 % del suyo. Parte de lo invertido, como siempre ocurre en los gastos militares, revierte en el propio beneficio de los donantes. No se caen los países por tan poco dinero, aunque cualquiera puede darse cuenta de que los pies de barro de la ayuda occidental no están en la economía sino en la política.

El bloqueo en el Congreso de EE.UU.

Las entregas de material militar a Ucrania por los EE.UU. no llegan al 5 % de su vasto presupuesto de defensa. Además, una parte del equipo suministrado se encontraba cerca del reemplazo por antigüedad u obsolescencia, lo que abarata la factura. Hay, es cierto, algunas áreas donde el material disponible es escaso –la munición de artillería es la más importante– pero, si se le da tiempo, la industria norteamericana encontrará la forma de cubrir las necesidades de la guerra. Y tiempo es, precisamente, el factor que Putin presume de tener.
El apoyo a Ucrania, por otra parte, no es enteramente altruista. Cualquier rusoplanista europeo puede recitar de memoria las ventajas estratégicas –castigo al Ejército ruso y sometimiento de Europa a sus designios imperialistas– y económicas –venta de armas y de gas natural licuado– que compra Biden por apenas una fracción de su presupuesto de defensa.
Cierto que los rusoplanistas norteamericanos nunca mencionan tales ventajas y prefieren quejarse de que tengan que ser ellos los que paguen la factura de una guerra europea. Pero buenos son ellos para fijarse en las contradicciones. Peskov, además, les daría la razón a ambos a la vez.
Si nos olvidamos de los rusoplanistas, casi todos los geoestrategas defienden que, mientras dure la guerra, conviene a los EE.UU. apoyar a Zelenski. Algunos incluso culpan a Biden de provocar la crisis pero, sin llegar tan lejos, tiene todo el sentido que Washington tome partido por el país agredido por su antiguo rival. Y en esto están de acuerdo la mayoría de los congresistas norteamericanos, ya sean republicanos o demócratas.
Sin embargo, como por desgracia puede terminar ocurriendo en España con el asunto de la amnistía –que casi ningún diputado apoyaría si pudiera votar en conciencia– la lógica de los números crea bromas macabras al multiplicar el valor del voto de un puñado de radicales antisistema.
En los EE.UU., donde no hay disciplina de partido, son solo ocho los congresistas rebeldes que, irresponsablemente ayudados por el partido demócrata –después de todo, su pecado ha sido apoyar una iniciativa bipartidista– han derribado al líder de su propia mayoría.
No era la ayuda a Ucrania lo que estaba en juego pero, hasta que se recomponga el liderazgo republicano, se ha creado una situación política compleja que paraliza el Congreso e impide aprobar fondos para la administración y, consecuentemente, para la guerra. Es una crisis temporal –el cierre del gobierno, si se llegase a él dentro de algo más de un mes, sería muy impopular– pero que adelanta lo que podría ocurrir si el partido republicano, hoy dividido por lo que representa la figura de Trump, llega a la Casa Blanca.

La ayuda de Putin

Si los Estados Unidos llegaran a desentenderse de Ucrania –estoy convencido de que, pese a los palos en las ruedas que pone la política cuando pierde el sentido de Estado, no será así– cambiaría el escenario de la guerra. El propio Borrell ha dejado claro que Europa, sola, no puede compensar lo que los EE.UU. dejarían de aportar. El efecto contagio, además, envalentonaría a los gobiernos europeos más reticentes, alguno de los cuales, por una rebaja en el precio del gas, no dudarían en ponerse del lado de Putin y en contra de la política exterior común.
Ucrania, privada de una parte sustancial de sus recursos, sufriría más de lo que ya lo hace. Pero, contra lo que Putin dice creer, no se rendirá. Hay ya demasiado odio y demasiado miedo. Sin ayuda de nadie, sitiada y sometida a un injusto embargo de armas, aguantó la ciudad bosnia de Sarajevo durante tres años al ejército de Mladic, apoyado por todo el poder de las fuerzas armadas de la antigua Yugoslavia. Si fuera necesario, Kiev resistiría de la misma manera. Y los crímenes cometidos contra sus ciudadanos, como en su día el bombardeo del mercado de Sarajevo, sacudirían las conciencias de los ciudadanos occidentales y, a través de ellos, enmendarían las decisiones de sus políticos.
Pero no nos dejemos llevar a un escenario de ciencia ficción. Es difícil que todo esto ocurra porque, cuando el mundo vacile –y habrá muchos momentos en que lo haga– Putin nos echará una mano. Como acaba de hacer con el bombardeo de Hroza, un pequeño pueblo donde han muerto al menos 52 civiles.
Cierto que Peskov, siempre atento, ha reiterado que ellos no atacan blancos civiles, sino «lugares donde se reúne el personal militar o sus líderes». Si él lo dice, habrá sido de otro el Iskander que impactó en Hroza. Y, por cierto, ya que estamos, alguien debería decir a los militares ucranianos que dejen de reunirse en los silos de grano de los puertos del Danubio.
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