La noche de la purga
¿Son paz e impunidad la misma cosa? Depende, dirán los falsos pacifistas. Purgados Ucrania e Israel, llegaría la paz. Pero no Rusia o Palestina. ¿O es que de verdad cree el lector que todos somos iguales?
Ilustración sobre el antimilitarismo
No me gustaría ponerme en la piel de los guionistas que, por contrato, se ven obligados a definir un escenario original para cualquier nueva película de uno de los géneros de moda: el postapocalíptico. Entre el cine y la televisión, la humanidad ya se ha enfrentado a zombis, extraterrestres de todos los tamaños y colores –guardo un grato recuerdo de las vainas de «la invasión de los ultra cuerpos»–, guerras nucleares, contaminación, cambio climático, colisión con otros planetas, infecciones víricas y, por no dejar ninguna piedra sin remover, hasta la curiosa posesión de millones de personas por malvados hongos deshumanizadores.
Agotadas las ideas relativamente razonables, algún guionista desesperado se ha visto obligado recientemente a recurrir a disparates tales como los tornados repletos de tiburones de la saga «Sharknado», una auténtica locura apta solo para fanáticos del género. ¿Y es ese el final de la historia? ¿Queda así agotado el filón? ¡Claro que no! Todavía queda una baza casi sin explotar: la ultraderecha.
Tan descabellada como «Sharknado», la franquicia que comienza con «La purga: la noche de las bestias» plantea la victoria electoral de un partido totalitario en Norteamérica, los Nuevos Padres Fundadores. Entre todas las absurdas premisas del guion, hay una –y solo una– que yo comparto: todos los que persiguen el poder necesitan un pretexto que disimule su ambición. Poco importa si lo que se dice defender es la grandeza de la Patria como hace Putin –y también los Nuevos Padres Fundadores de la película–, el triunfo de una clase obrera que a Stalin seguramente le traía sin cuidado o la voluntad de un Dios hecho a medida de los intereses del ayatola Jomeini.
En la película en cuestión, bajo el pretexto de expiar los pecados de los EE.UU. –algo que a los Nuevos Padres Fundadores les parecía imprescindible para posibilitar su renacer– el malvado Gobierno norteamericano autorizaba que, una noche de cada año, los ciudadanos se mataran unos a otros sin que la policía o la justicia pudieran intervenir para proteger al débil o castigar el delito. No se sorprenda ahora el lector, que ya le había advertido de que, aunque no hubiera tiburones voladores, todo aquello era un disparate. Los verdaderos objetivos de la medida, como cabría esperar de la pérfida ultraderecha –el mundo del cine no termina de liberarse de la pretendida superioridad moral de la izquierda– eran tres: reducir las cifras del paro, camuflar las estadísticas de criminalidad –los asesinatos de la noche de la purga no contaban– y, sobre todo, ahorrar dinero del Estado disminuyendo el número de indigentes, las víctimas más probables de la jornada de violencia.
Ya tiene El Debate quien recomiende las mejores películas a los lectores y no es mi intención competir con los profesionales en ese delicado terreno. Si les hablo de esta saga de películas no es para que las vean –a menos que les haya gustado mucho «Sharknado»– sino por la contradicción que supone que, mientras en el cine de los EE.UU. se culpe de crímenes imaginarios a la ultraderecha, en España sea la extrema izquierda la que defienda la impunidad de Rusia por los crímenes reales que, como si se tratara de una perpetua noche de la purga en el escenario internacional, cree tener derecho a cometer contra su vecino ucraniano.
Una manifestación fracasada
Si a estas alturas pudiera sorprenderme por alguna de las excentricidades del variopinto conglomerado de políticos envidiosos y artistas iletrados que, con el cuchillo en la boca, se disputan los menguados votos del pacifismo político español, lo haría por ese extraño deseo de que la agresión entre naciones salga impune… siempre, claro está, que los agresores no sean los EE.UU. o su protegido Israel. ¿Son paz e impunidad la misma cosa? Depende, dirán los falsos pacifistas. Purgados Ucrania e Israel, llegaría la paz. Pero no Rusia o Palestina. ¿O es que de verdad cree el lector que todos somos iguales?
Como si fueran los Nuevos Padres Fundadores de una secta que, por los bocados que se dan unos a otros, nada tendría que envidiar a los feroces tiburones de «Sharknado», los líderes de nuestra izquierda más extrema prefieren mirar para otro lado mientras los purgadores del mundo asesinan a quienes no son de su cuerda. Si por ellos fuera, nadie tendría que mover un dedo para defenderlos. Y no por una única noche, sino por todos los años que necesite el dictador del Kremlin para quedarse con Ucrania.
¿Cómo, si no, cabe interpretar que, después de tres años de silencio frente la guerra de Putin, los líderes de algunos de los partidos que están en el Gobierno de España o lo apoyan con sus votos nos pidan ahora que salgamos a la calle para protestar… contra ellos mismos? Todo porque –siempre hay un motivo real bajo los pretextos de los falsarios– Europa por fin ha decidido rearmarse para protegerse de las autocracias que ellos defienden.
Orquestada por los de siempre, nos espera una apretada agenda de «movilizaciones ciudadanas masivas» de cara a la próxima cumbre de la OTAN en la Haya. ¿Masivas dicen? No parece que vaya a ser así. Afortunadamente, la concentración convocada el pasado fin de semana en Sevilla por la Plataforma Andalucía por la paz –debe ser la paz de los vencidos lo que desean, es fácil imaginar por qué– no pasó de unos pocos cientos de manifestantes. Me tranquiliza saber que no son tantos los españoles que, a estas alturas de la película, quieren comulgar con ruedas de molino.