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Juan Rodríguez Garat Almirante (R)
Análisis militarJuan Rodríguez GaratAlmirante (R)

La Guerra de los Doce Días: fuese y no hubo nada

Parte de la culpa de la atípica conclusión de esta breve contienda la tiene Donald Trump. Él y las reglas no se llevan bien

Donald Trump, Benajamin Netanyahu y Ayatollah Ali Khamenei

Donald Trump, Benajamin Netanyahu y Ayatollah Ali KhameneiAFP

La guerra, como la diplomacia, tiene sus reglas. La más básica es que la fuerza militar se usa para obligar a un adversario a aceptar unas condiciones. ¿Ha ocurrido así en la breve contienda que Trump ha bautizado como la Guerra de los Doce Días? Llegado el alto el fuego, que se sostendrá porque conviene a los dos bandos —Irán se había quedado sin misiles balísticos e Israel ya venía insinuando en los días previos que deseaba encontrar la manera de poner fin a las operaciones sin aparentar debilidad— nada parece haber cambiado. Jamenei se jacta de que mantendrá su programa nuclear porque —la desfachatez, como las habas, se cuece en todas partes— solo tiene fines pacíficos. Netanyahu insiste en que no lo permitirá. Un mes antes de la guerra, ambos decían lo mismo.

Parte de la culpa de la atípica conclusión de esta breve contienda la tiene Donald Trump. Él y las reglas no se llevan bien. De ahí el sorprendente cambio que, en unos pocos días, le llevó de exigir la rendición incondicional de Irán a ofrecerle una paz sin condiciones previas. Ávido de hacerse la foto —o quizá influido por recientes encuestas en las que menos del 40 % de los norteamericanos aprobaban su ataque— ni siquiera le ha pedido al líder supremo iraní una renuncia expresa a reconstruir su programa de enriquecimiento de uranio. Un programa que, como es sabido, solo puede tener como fin la bomba atómica.

Los daños al programa iraní

Pensará el lector que, si no de iure, las cosas sí han cambiado de facto. Y así es: se han destruido algunas instalaciones que formaban parte del programa nuclear iraní. No todas, obviamente, porque Bushehr es intocable. Pero ¿con qué efectos prácticos? Los medios nos traen análisis de expertos norteamericanos —la Agencia de Inteligencia del Pentágono, que no es cualquier cosa— que relativizan los daños y aseguran que quizá se haya retrasado el desarrollo de la primera bomba solo unos pocos meses. Más optimistas, los medios israelíes sugieren un plazo de dos años para que todo vuelva a estar como estaba.

Luego están, por supuesto, las voces de Trump, que se vanagloria de que ha terminado para siempre con el programa iraní; y de Jamenei, que defiende que su desarrollo no se ha visto afectado en absoluto. No podía faltar el ruso Medvedev que, siempre delirante, asegura que ya hay «una cola de países» decididos a entregar a Irán las armas nucleares que necesita para «defenderse» de la inquina de Occidente. Sorprendentemente, serán las voces de cualquiera de estos tres versos sueltos las que la mayoría de los seres humanos prefiera creer. El rusoplanismo no solo florece en torno a Rusia.

Un edificio residencial cubierto con una gran bandera iraní, alcanzado por un ataque israelí en Teherán

Un edificio residencial cubierto con una gran bandera iraní, alcanzado por un ataque israelí en TeheránAFP

¿Quién tiene razón? Desde luego, ni Trump ni Jamenei. Mucho menos Medvedev. Entre los demás, hay todavía demasiadas incógnitas para que nadie pueda valorarlo. Se desconocen los daños reales a las instalaciones subterráneas, el número de centrifugadoras que pudieran haberse trasladado en los días anteriores a los ataques, la capacidad industrial de Irán para reponer las destruidas, el apoyo técnico que pueda recibir de China o Rusia y la localización exacta de las reservas de uranio enriquecido que tenía Teherán. Cualquier medida del tiempo de retraso es mera especulación cuando se produce entre un plazo que nadie conocía —el que le faltaba a la República Islámica para tener la bomba— y otro que nadie se atreve a calcular.

A mí, este debate me suena a una canción que cantábamos en mi tierra cuando yo era niño:

Allí arriba, no sé dónde

Había no sé qué santo

Qué le dabas no sé qué

Y te daba no sé cuánto

Sin embargo, hay algo que sí que tengo claro. En 1981, Israel bombardeó el reactor nuclear que Saddam Hussein estaba construyendo con ayuda francesa en Osirak. La razón que justificó aquel ataque sonaba convincente: si no se destruía el reactor en aquel momento, no sería posible evitar el desarrollo de una bomba iraquí. Si eso era cierto, el reactor de Bushehr lleva operativo desde 2012 sin que nadie lo haya atacado. Mala señal.

La Cúpula de Hierro de Israel intercepta misiles iraníes

La Cúpula de Hierro de Israel intercepta misiles iraníesAFP

El futuro no está escrito y es posible que, como tantas veces ocurre en Oriente Medio, esta breve guerra solo sea el preludio de una larga lista. Sin embargo, por el momento, todo parece haber terminado con un Donald Trump que, después de bombardear Irán, ha hecho el papel del valentón en el conocido estrambote de Cervantes:

Y luego, incontinente,

caló el chapeo, requirió la espada

miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

Con actitudes así, es posible que, de aquí a unas pocas décadas, el mundo se haya deshecho del arma nuclear. Sin embargo, es mucho más probable que ocurra justo lo contrario.

La perspectiva española

Mientras la humanidad deshoja la margarita, el ayuntamiento de Burgos aprobó hace dos años una moción para prohibir las armas nucleares. Entonces todo el mundo se rio de la ocurrencia. Particularmente fino estuvo el escritor Pérez Reverte. No siempre he estado de acuerdo con él, pero ¿cómo no aplaudir su «Bien por ellos. Ya era hora de que alguien hiciese algo serio al respecto»?

Con todo, lo de Burgos no es tan original como pudiera parecer. Algunos años antes, en la década de los 80, el ayuntamiento de Cacabelos —y alguno más, que nada se contagia tan rápido como la tontería— se había declarado «municipio desnuclearizado».

Con estos precedentes… ¿Soy yo el único al que le parece que Europa es el nuevo Burgos? ¿España el nuevo Cacabelos?

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