Putin, Xi y la vida eterna
Como si fueran niños, sueñan con el juguete que no tienen, el único que ni siquiera ellos pueden comprar: la inmortalidad
El presidente de Rusia, Vladimir Putin, junto al presidente de China, Xi Jinping
Un titular de El Debate nos cuenta estos días que «un micrófono abierto caza a Putin y Xi Jinping hablando de vivir 150 años o alcanzar la inmortalidad». El instrumento para conseguir tan altos fines —la vida de ambos es, por supuesto, cuestión de Estado— sería el trasplante de órganos, probablemente procedentes de donantes voluntarios que, si fuera necesario —sobre todo si se les pide amablemente a punta de pistola— gustosos renunciarían a sus propias vidas para alargar las de sus amados líderes.
A mí, la verdad, no me sorprende en absoluto una conversación como esa. Modificadas las leyes chinas y rusas para que su poder sea vitalicio, ahora a los dos tiranos les gustaría que fuera eterno. Como si fueran niños, sueñan con el juguete que no tienen, el único que ni siquiera ellos pueden comprar: la inmortalidad. Es tanto —dirán ellos, y algunos les creerán— su amor por la patria que querrían servirla no hasta el fin de sus días, como hacen los mejores de los demás, sino hasta el fin de los días.
Para los ucranianos, el sueño de Putin no es una buena noticia. A estas alturas ya no es un secreto para casi nadie que su guerra no terminará mientras viva él. Hay algo que el tirano del Kremlin ya ha perdido en Ucrania, y es cuatro años de su vida biológica. Se entiende que el hombre quiera recuperarlos por cualquier medio, pero para sus víctimas sería una verdadera desgracia.
Todavía podría ser peor para los rusos. Además de la prolongación sine die de la guerra que desangra a su juventud y empobrece sus vidas, está el riesgo de tener órganos compatibles con los del dictador. Quizá sean muchos los candidatos, pero la mera posibilidad de convertirse en voluntario donante —rechazar un honor así sería traición— no deja de ser una espada de Damocles que todos tendrían sobre sus cabezas.
Putin no quiere morir y, por lo tanto, sus amenazas de guerra nuclear solo son meras bravatas que no deberían inquietarnos
Todos los demás ciudadanos del mundo, sin embargo, tenemos algo importante que celebrar. Algo sobre lo que ya he escrito muchas veces, pero de lo que ahora existe una prueba más. Putin no quiere morir y, por lo tanto, sus amenazas de guerra nuclear solo son meras bravatas que no deberían inquietarnos en estos días en los que tenemos que centrarnos en la siempre difícil vuelta de las vacaciones.
Así pues, los españoles podemos seguir con nuestras vidas sin más riesgo que el del contagio político. Pero no es un riesgo menor. La democracia tiene sus defectos, pero a mí no me gustaría vivir bajo el riesgo de caerme desde una ventana para donar a nuestro presidente del Gobierno el órgano que podría necesitar para continuar sirviendo a España algunos años más.