Gaza: todos con Trump… menos los de siempre
El plan de Trump concede a Israel la victoria que merece, pero no la que quizá desea Netanyahu y, mucho menos, la que sueñan los socios radicales del Gobierno de Tel Aviv. No habrá anexión ni genocidio. No habrá venganza ni tampoco ajuste de cuentas con la Autoridad Palestina
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump y el primer ministro isarelí, Benjamín Netanyahu, en la Casa Blanca
El reloj de Donald Trump gira siempre a su ritmo personal, pero hay ocasiones en las que, siquiera porque solo hay 24 horas en cada día, marca también la hora de la humanidad. Eso es lo que ocurre en estos días con el plan de paz que el magnate ha hecho público para poner fin a la guerra de Gaza. Un plan que, como todos, no resistirá el primer contacto con el enemigo —la Yihad Islámica y, como no, Sumar ya han hecho público su desacuerdo— pero que enciende la primera luz al final del largo túnel de destrucción y muerte que está viviendo la población de la Franja.
¿Qué hay de bueno en el plan? Casi todo. Podemos reírnos de la megalomanía del republicano y de esa presidencia del «Consejo de Paz» que propone para sí mismo, desde la que podrá hacer lo que de verdad se espera de él: alabarse por cualquiera de los éxitos del plan y culpar a Biden de los fracasos. Pero el resto de lo que Trump y Netanyahu —este, desde luego, de mala gana— ha acordado es, probablemente, lo que debería volver a definir el papel de la política: el arte de lo posible.
El plan de Trump concede a Israel la victoria que merece, pero no la que quizá desea Netanyahu y, mucho menos, la que sueñan los socios radicales del Gobierno de Tel Aviv. No habrá anexión ni genocidio. No habrá venganza ni tampoco ajuste de cuentas con la Autoridad Palestina. Sin embargo, el acuerdo sí permitirá que el controvertido primer ministro alcance los dos objetivos de guerra que siempre ha declarado, ambos legítimos: la destrucción de Hamás y la liberación de los rehenes.
A Hamás también se le ofrece lo que merece, en su caso una derrota sin paliativos. Pensando en el futuro de la región, es vital que no quede ninguna rendija por la que el terrorismo pueda cantar victoria. La banda armada y el partido político —son la misma cosa— deben desaparecer. A sus militantes solo se les brindan unas condiciones relativamente piadosas —una amnistía para quienes se comprometan a renunciar a sus armas y a sus ideas— para endulzar lo que, en la práctica, es una rendición incondicional.
En cuanto a los pueblos israelí y palestino, condenados a matarse entre sí mientras no encuentren líderes capaces de hablarse con generosidad, se les ofrece lo que de verdad necesitan: un posible final, no de «esta» guerra sino de «la» guerra. Los EE.UU. de Donald Trump, presionados por una opinión pública que por primera vez en la historia favorece a Palestina más que a Israel, reconocen en este documento que la creación de un Estado palestino es la aspiración de todo un pueblo.
La sangre derramada por Hamás y por Israel está todavía demasiado fresca para que ambos pueblos puedan darse la mano. Tiene razón Trump en que reconocer ahora el Estado palestino premia a Hamás y no ayuda mucho a materializarlo. Sin embargo, el mero hecho de plasmar por escrito que el pueblo palestino aspira a su propio Estado no es un paso menor. ¿Cómo negar a un pueblo de forma permanente sus legítimas aspiraciones? Ya sé que Netanyahu asegura que él nunca lo aceptará pero, por mucho que el primer ministro patalee, él no es eterno y los pueblos sí. Si Washington presiona, habrá un Estado Palestino… aunque Jerusalén sea, con toda probabilidad, un objetivo imposible. Tanto como Crimea.
Hamás, desde luego, no aceptará el plan de Trump tal como está escrito. Si atendemos a los precedentes, es probable que tampoco lo rechace y se limite a dar largas tratando de renegociar cada punto o cada coma. Pero lo que ya ha conseguido el presidente de los EE.UU. es establecer una línea política en la arena global que obliga a cada uno a definir su postura. Del lado de la paz están los países occidentales —me encanta ver a España, por fin, en su lugar de la fila, sin las salidas extemporáneas que nuestro Gobierno suele protagonizar— y los árabes. Está la Autoridad Palestina, que se muestra dispuesta a acometer las reformas que se le exigen para abandonar toda ambigüedad en su postura frente al terror, y también está la oposición israelí. Del otro lado está la ultraderecha nacionalista israelí y la izquierda radical en Europa. La primera, porque aspira a la «solución final»; y la segunda, porque la paz —los muertos en Ucrania les traen sin cuidado— la dejaría sin causa que defender en la calle.
Es solo anecdótico frente a lo mucho que está en juego en las calles de Gaza, pero ¿no es un milagro de Donald Trump el que, por una vez, estén en el mismo lado de la raya Europa y los EE.UU., el mundo árabe y el cristiano, Sánchez y Feijóo; y, frente a ellos, Hamás, la extrema derecha israelí y nuestra izquierda radical, antes pacifista y que ahora exige la escolta del BAM Furor? Pues, como los milagros no se dan todos los días, me parece a mí que es un buen momento para celebrarlo.