Por qué Putin necesita continuar la guerra
Su supervivencia política ya no se juega en el tablero global, sino en el interior de un sistema de favores, rentas y lealtades que se reconfiguró por completo a partir del conflicto
Vladímir Putin en una imagen de archivo
Hace poco más de un mes, Vladimir Putin y Donald Trump se encontraron en Alaska, en una cumbre que hoy ha quedado en la historia como un cascarón vacío. Algunos recordarán que, en los albores de su segunda administración, Trump debilitó como nunca la posición de Ucrania. El episodio en el que él y su vicepresidente, J. D. Vance, reprendieron públicamente a Volodímir Zelenski en el Salón Oval marcó un punto de quiebre. Aun así, ni en esa breve enemistad entre Kiev y Washington, ni en las generosas concesiones ofrecidas en Alaska, el Kremlin pareció dispuesto a cerrar el conflicto.
De hecho, hoy se sabe que Trump ya ofreció más de lo que Ucrania estaría dispuesta a ceder: entrega total de los territorios ocupados, renuncia definitiva al ingreso a la OTAN e incluso reconocimiento sobre la soberanía rusa en Crimea. Y, sin embargo, Rusia rechazó el paquete completo.
A esta altura, incluso los sectores más aislacionistas del trumpismo apuntan contra Putin. ¿Por qué prolonga una guerra incluso cuando el mismo Estados Unidos cedería a todas las pretensiones de Moscú? ¿Por qué tentar la paciencia de un líder tan volátil como Trump? La respuesta más plausible no está en el plano militar, ni siquiera en el geopolítico, sino en el panorama doméstico ruso: una paz ahora sería un harakiri para el Kremlin.
El sostén de la guerra en Ucrania se ha convertido en un pilar imprescindible del poder de Putin. Su supervivencia política ya no se juega en el tablero global, sino en el interior de un sistema de favores, rentas y lealtades que se reconfiguró por completo a partir del conflicto.
Las fábricas rusas producen hoy más armamento que todos los países de la OTAN juntos
Según estimaciones del Atlantic Council, las fábricas rusas producen hoy más armamento que todos los países de la OTAN juntos. La industria militar no solo sostiene el empleo en varias regiones del país, sino que también genera sueldos récord, moviliza inversión estatal y alimenta una narrativa nacionalista que legitima la concentración de poder.
En paralelo, el retiro de empresas occidentales abrió un mercado cautivo que fue rápidamente ocupado por oligarcas y empresarios locales, desde cadenas de comida rápida hasta ropa, servicios y plataformas digitales. La guerra le ha dado al régimen una estructura corporativa inédita, funcional, altamente dependiente del conflicto, pero tremendamente eficaz para sostenerse en el plano interno.
Este fenómeno va más allá del oportunismo económico. Lo que se ha consolidado en Rusia es una forma de capitalismo nacionalista, parapetado en un relato de autonomía económica y resistencia a las sanciones extranjeras. Se trata de un nuevo orden prebendario que ha reemplazado el antiguo contrato social ruso —seguridad a cambio de pasividad— por uno mucho más brutal: obediencia a cambio de acceso a los nichos rentables del mercado cautivo.
Este sistema no necesita popularidad. Necesita continuidad. La base del poder ruso no es la aprobación ciudadana, sino la estabilidad de un entramado de intereses que, sin guerra, se desmoronaría.
Y si los incentivos internos obligan a prolongar el conflicto, el tablero externo tampoco favorece la paz. Rusia invadió Ucrania para frenar el avance de la OTAN. Tres años después, Suecia y Finlandia se sumaron a la Alianza, dándole a Bruselas control total sobre el Báltico. Además, Polonia y Alemania aprobaron los planes de rearme más ambiciosos desde la Guerra Fría. Moscú no solo perdió su objetivo estratégico, sino que ahora sus hipótesis de conflicto han empeorado considerablemente.
Putin se encuentra encerrado en una arquitectura de poder que él mismo diseñó, pero que ahora lo condiciona. Cualquier horizonte de paz desactivaría los resortes que sostienen su hegemonía: las redes oligárquicas, el aparato militar, los empresarios reconvertidos al «capitalismo de trinchera» y, sobre todo, la idea de una Rusia asediada por Occidente que justifica cada restricción, cada censura, y cada nueva purga dentro del gabinete.
Dicho de otro modo: Putin no puede terminar la guerra porque este sería el principio del final para su carrera política. Además, ninguno de sus aliados internos tiene incentivos para forzar ese desenlace. ¿Quién le presiona para que termine la guerra? ¿Qué costo asume al someter a la población a un peor contexto económico? ¿Quién le reclama por las millones de familias rusas (por no sumar también las ucranianas) devastadas por sus jóvenes caídos?
Rusia acumula casi un millón de bajas, intercambiando la vida de miles de jóvenes por menos de un tercio de Ucrania, y todo apunta a que Moscú vive hoy una paradoja crítica: Putin ganó un poder en el conflicto de Ucrania que ahora no podría sostener sin él.
El zar del siglo XXI posiblemente haya evaluado, en las negociaciones previas a Alaska, que incluso con las mejores condiciones posibles, la paz no le permitiría proyectar el talante avasallante e implacable que hoy ejerce sobre Rusia. Porque el putinismo —si es que tal cosa existe— no necesita construir consensos: necesita mantener la fricción. Como si se tratara de una reedición pos-soviética de la «revolución permanente» de Trotsky, el poder solo se ejerce sobre el conflicto. Y sin guerra, no hay conflicto. Y sin conflicto, no hay Putin.
*Roberto Starke es socio director de Infomedia Consulting y director de Contexto Político