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Publica estos días Francisco García Campa, un historiador amigo convertido en atinado analista estratégico —no hay mejor punto de partida para ese viaje—, un libro de atractivo título: Un mundo convulso. Claves geopolíticas. El lector interesado no solo encontrará en él la descripción del tablero en el que hoy se disputa el futuro del planeta, sino también las reglas del juego.

Los principios de la estrategia son los mismos para todos… pero luego, claro está, cada uno juega como sabe. Vladimir Putin no es un maestro como lo fueron Kárpov y Kaspárov en el ajedrez. Muchos de sus movimientos son torpes, aunque la censura impida toda crítica interna a sus fracasos en Siria y en la propia Ucrania. Sin embargo, no le tiemblan las manos a la hora de aporrear el tablero, poner las botas de sus soldados sobre las casillas más apetecidas o colocar en las diagonales sus nuevas armas nucleares… algunas de ellas, por cierto, tan absurdas conceptualmente como las velocidades de las naves espaciales de la divertida parodia de la Guerra de las Galaxias que fue Spaceballs.

Más paciente y astuto, mejor jugador en definitiva, Xi Jinping multiplica en silencio su arsenal nuclear y construye una flota de portaviones

Más paciente y astuto, mejor jugador en definitiva, Xi Jinping multiplica en silencio su arsenal nuclear y construye una flota de portaviones mientras, a corto plazo, elige apostar por otras bazas que a China se le dan muy bien: la economía, la ciencia y la diplomacia. Bazas legítimas —dirá el lector imparcial—, pero que se aplican a fines muy poco compatibles con el legado que la vieja Europa quiere dejar en el mundo. Aunque a menudo lo olvidemos, el orden internacional que con tanta torpeza defendemos es fruto del humanismo cristiano, un árbol que quizá deberíamos haber podado con más sabiduría, pero que casi ninguno querríamos ver talado. Y, si puede, Xi Jinping lo hará.

En el otro lado del Atlántico, al presidente Trump no le sobra la paciencia ni la astucia. Tampoco se siente cómodo en el terreno militar. Él preferiría ver el tablero global como una ruleta —desde luego trucada— donde apostar con ventaja el dinero de los EE.UU. y, reconozcámoslo, también el suyo propio. Se hará rico con esto —ya lo era— pero la geoestrategia le viene grande. Estoy seguro de que su sorpresa no era fingida cuando fracasaron sus tentativas de comprar la paz en Ucrania ofreciendo a Putin ventajas económicas para Rusia, cómo si fuera eso lo que buscaba el dictador cuando ordenó atravesar las fronteras de su vecino.

Moscas a cañonazos

En un nivel bastante inferior al de los tres anteriores, pero esforzándose por que se le permita sentarse en la misma mesa, queda la Europa de los mercaderes, la única que hemos querido construir. Como los demás, nosotros también jugamos esta importante partida con nuestras propias reglas… por mucho que últimamente todo haga pensar que vamos perdiendo.

Vea el lector un botón de muestra. En la batalla de los drones que últimamente se libra en Centroeuropa, ¿cuántas veces hemos visto repetido el titular de que matamos moscas a cañonazos? Lo único que parece escandalizarnos de que Putin nos envíe sus drones muchos kilómetros dentro de nuestro espacio aéreo es… ¡que nos cuesta mucho más dinero derribarlos que a él construirlos!

Todo lo demás —desde el desprecio a nuestra soberanía hasta los riesgos que corren los ciudadanos que viven debajo de los drones que, si tenemos suerte, podemos derribar con descuentos importantes comprando nuestras armas en el Black Friday— les parece normal a nuestros líderes. Y, sin embargo, no lo es. Incluso quienes desde Bruselas denuncian esa guerra híbrida que nos hace Putin parecen no entender del todo lo que está en juego. Quizá hayan olvidado que toda guerra, la híbrida también, es la continuación de la política por otros medios. La buena administración es una herramienta para ganarla, no un fin en sí misma.

El Schengen militar

Además de un muro contra drones más barato, ¿no hay nada más que los europeos podamos hacer para recuperar el respeto del dictador ruso? Criticados por los excesos regulatorios que amenazan nuestra prosperidad, quienes nos representan en el tablero global han encontrado estos días no sé bien si un problema a resolver o un mero artificio para parecer más resolutivos de lo que son en las dificultades, en buena parte de naturaleza burocrática, que implica el movimiento de fuerzas militares entre los diversos países europeos. ¿La solución? Un nuevo reglamento —somos Europa, ¿qué otra cosa podría ser?— sobre movilidad militar.

La clave nos la da la comisaria Kallas: «Cuanto más rápido podamos desplazar nuestras fuerzas, más fuerte será nuestra capacidad de disuasión y defensa. Tenemos que hablar de días, no de semanas, para desplazar tropas en Europa.»

¡Menos mal! Putin estará muy preocupado cuando le expliquen lo que este marco de relativa libertad —asimilarlo al espacio Schengen, como se ha hecho en los medios, es mucho exagerar— trata de conseguir. Precisamente ahora que vuelve a tener razones para creer que, por un precio, Trump podría venderle Ucrania —lo que solo sería el primer plazo para la venta de Europa— vienen los europeos y se ponen de acuerdo para reducir de semanas a días el trámite burocrático necesario para que los ejércitos aliados puedan desplegarse donde haga falta. Supongo que ahora el debate se centrará en una cuestión de alcance estratégico: ¿a esos efectos, se consideran días hábiles los fines de semana?

Y digo yo, ¿no tenemos en nuestro continente nadie que sepa jugar a esto un poco mejor? Sin esperar respuesta —para qué— permita el lector que ponga fin a estas líneas felicitando a García Campa por su libro y haciendo votos porque, además del público general, lo lean quienes tienen que hacerlo. Cruzaré los dedos.