Llega la Navidad
En realidad, lo que el dictador ruso quiere es que mostremos nuestro respeto dejándole hacer la guerra en paz, por absurdo que eso pueda sonar
El presidente ruso, Vladimir Putin, prueba pasteles tras su conferencia de prensa anual de fin de año, en Moscú
Llega la Navidad y, mientras escucho a los niños del Colegio de Huérfanos de la Armada cantando villancicos en la escalera del Cuartel General, me felicito al recordar que han desaparecido los negros nubarrones que hasta hace pocos días se cernían sobre su futuro. O, al menos, así interpreto yo las recientes declaraciones del presidente Vladimir Putin, que, quizá contagiado por los sentimientos de humanidad tan propios de estas fechas, asegura que Rusia no empezará una nueva guerra en Europa si se la trata con respeto.
Echando la vista atrás, no puedo comprender como algo tan elemental pudo habérseles escapado a los redactores de la Carta de las Naciones Unidas. Cuando proscribieron la guerra, arrebatándole de un plumazo la honrosa consideración de «continuación de la política por otros medios» que la dignificaba, tuvieron la precaución de abrir una rendija: la legítima defensa. Por esa rendija, convertida en autopista de varios carriles gracias al ingenioso calificativo de «preventiva» –una palabra casi tan mágica como lo es «sostenible» en la política nacional– se han colado en los últimos años infinidad de conflictos. Sin ir más lejos, la invasión de Ucrania todavía se disculpa con ese pretexto en los círculos del rusoplanismo más ortodoxo, quizá desprestigiados después de cuatro años de «operación especial», pero que aún encuentran apoyo entre muchos de los que prefieren opinar a informarse.
Lamentablemente, en aquel lejano 1945, con la sangre derramada en la Segunda Guerra Mundial todavía en las retinas de los legisladores, nadie pensó en añadir una eximente más –y muy cualificada– para justificar la guerra: la falta de respeto a Rusia. Corregido el error por la vía de los hechos, nos queda todavía por resolver la letra pequeña: ¿qué es el respeto? ¿Bastará con poner grandes fotografías de Putin en las plazas más destacadas de las capitales europeas y hacer que los ciudadanos se descubran al pasar delante de ellas? Por más que a Guillermo Tell la idea le pareciera humillante, quizá no sería un precio excesivo por la paz. Seguramente a Donald Trump le encantaría pero, en el caso del resabiado criminal ruso, mucho me temo que no será suficiente.
En realidad, lo que el dictador quiere es que mostremos nuestro respeto dejándole hacer la guerra en paz, por absurdo que eso pueda sonar. Más allá de esa contradicción, Putin defiende que es él, y no los pueblos de Europa –y mucho menos los cochinillos que los lideran– quien puede decidir qué naciones pueden aspirar a integrarse en la Unión Europea y cuáles están obligadas a ceder a Moscú la parte del león de su soberanía. Trump, por qué negarlo, piensa de forma parecida. Ambos creen tener derecho a que, quienes no hemos sabido escoger sabiamente nuestro lugar de nacimiento, les dejemos a ellos tomar las decisiones que nos afectan sin siquiera concedernos la posibilidad, que sí tienen los norteamericanos y fingen tener los rusos, de votar en sus procesos electorales.
Imaginemos que, acobardados, decidimos mirar para otro lado mientras Putin somete a los ucranianos que se dejen esclavizar –o los libera, en el mundo, al revés del rusoplanismo– y mata a los demás. A nosotros se nos hará duro porque no somos robots y, a poco que sepamos contar con los dedos, nos daremos cuenta de que con los niños muertos en los bombardeos de los últimos cuatro años podrían formarse muchas decenas de coros como el del Colegio de Huérfanos. Coros que ya nunca podrán cantar villancicos en Navidad. Pero supongamos que, dejando a un lado todo lo que nos hace humanos, cedemos al miedo.
¿Podríamos entonces volver a mirar el futuro con optimismo? El dictador promete que no comenzará una nueva guerra… pero también asegura que él no empezó la guerra de Ucrania. Si de verdad fuéramos tan estúpidos como para creerle –alguno habrá, pero solo porque tiene que haber de todo– me temo que todavía tendríamos que seguir preocupándonos por la posibilidad de que el criminal vuelva a las andadas. ¿Quién puede darnos garantías de que, cuando termine esta «operación especial», no va a caer en la tentación de «no empezar» otra más contra una Europa de ovejas que, para más inri, está gobernada por cochinillos?
El dictador promete que no comenzará una nueva guerra, pero también asegura que él no empezó la de Ucrania
Yo, como la gran mayoría de los lectores –y sé que algunos, por puro afán de llevar la contraria, fingen hacerlo– no creo a Putin. No he olvidado que, después de negar ante el mundo que tuviera intención de invadir Ucrania, estuvo asegurando durante meses que «la operación especial iba según lo planeado» hasta el mismo día en que, según confirmó recientemente Bob Bauer, el almirante holandés que entonces presidía el Comité Militar de la OTAN, tuvo que amenazar a Volodimir Zelenski con el empleo del arma nuclear para que permitiera a sus tropas evacuar Jersón.
Después de negar que tuviera intereses territoriales en Ucrania exige la entrega de cuatro regiones completas del país solo para empezar a negociar la paz. Después de convencer a un ingenuo Trump de que tenía miles de soldados ucranianos cercados en Kursk a los que «respetaría la vida» si se rendían… resultó que no había ninguno. Sí, es verdad que la niebla de la guerra puede haberle cegado en este último caso, pero recuerde el lector cuánto tiempo estuvo negando la presencia de tropas de Kim Jong-un, el Sol Brillante norcoreano –que, por su zafiedad, le disputa a Maduro el papel de Koldo en la banda de Putin– luchando a su lado hasta que, después de varios miles de muertos de aspecto extrañamente asiático en el frente, se avino a agradecer sus servicios.
Así pues, y con todo el respeto al rusoplanismo de raíces ingenuas –supongo que alguno habrá y, después de todo, estamos en Navidad– el futuro de los niños que, llenos de ilusión, cantaban villancicos en el Cuartel General de la Armada no depende de la magnanimidad del criminal ruso. Tampoco de la generosidad de Trump. Depende de sus padres, de sus familias y de sus compatriotas. Si se me permite arrimar el ascua a mi sardina, depende de los marinos que están en la mar, cumpliendo con su deber lejos de sus seres queridos.
Depende también de los militares que, en fechas tan señaladas como esta, están de guardia en las fronteras orientales de Europa… y de quienes están obligados a sufrir su ausencia en sus hogares. Depende, más que de ninguna otra cosa, de quienes cada día se esfuerzan para construir una España fuerte y sin complejos, a la altura de las mejores páginas de su historia. De quienes avalan con su opinión y con su voto las políticas de rearme moral y militar que tanto necesitamos para poder vivir en libertad en un mundo donde ya no queda más ley que la del más fuerte.
A todos ellos quisiera desearles, desde las páginas que me brinda El Debate, una feliz Navidad y un 2026 en el que sus Majestades de Oriente –y, sabiendo que los niños no leen estas columnas, me permito recordarle que los Reyes Magos somos nosotros– nos traigan una España mejor.