Ucrania: ¡Ay de los vencidos!... pero habrá que vencerles
En cada nueva ronda de las negociaciones sobre Ucrania Trump añade nuevas concesiones a Rusia en su «plan de paz»… solo para que Putin vuelva a poner su pesada espada en la balanza para repetir que no es suficiente
En Pokrovsk se libra una de las batallas clave de la guerra de Ucrania
La dinámica que el presidente Trump ha impuesto en las negociaciones para la paz en Ucrania recuerda bastante a las trampas que, según dice la tradición, realizó el caudillo galo Breno en el pesaje del oro con el que una Roma derrotada debía pagar su rescate. Cuenta Tito Livio que, ante las protestas de los romanos, Breno se limitó a exclamar ese histórico Vae Victis —¡ay de los vencidos— mientras arrojaba su propia espada a la balanza para desequilibrarla todavía más en su favor.
En cada nueva ronda de las negociaciones sobre Ucrania —disculpe el lector que haya perdido la cuenta— Trump añade nuevas concesiones a Rusia en su «plan de paz»… solo para que Putin vuelva a poner su pesada espada en la balanza para repetir que no es suficiente.
Si he de decir verdad, entiendo mejor a Putin que a Trump. ¿Por qué contentarse con algunas migajas de Ucrania si, en la siguiente ronda, el magnate le va a ofrecer todavía más? En cambio, el irreflexivo republicano parece estos días más descentrado de lo que en él es normal, negociando con los líderes europeos las garantías de seguridad de Ucrania tras un acuerdo de paz que no se va a producir porque, reconozcámoslo, el dictador ruso no ha hecho la guerra para ver como Kiev se integra felizmente en Occidente. Incluso si es al precio de dos buenos bocados de su territorio.
Si se le permite, Putin no terminará la guerra con un plan de paz, sino con un documento de rendición en el que, como Breno, pondrá en la balanza todo lo que crea que pueda contribuir a su propia gloria. El problema, claro está, es que antes de eso tiene que ganar la guerra, algo que, a pesar de las intensas campañas de desinformación que el lector y yo mismo estamos sufriendo, sigue estando muy lejos casi cuatro años después del comienzo de la invasión.
Forcejeo de peones
¿Cómo están las cosas en el frente? Difíciles para Ucrania, es verdad, aunque no tanto como en los primeros días de la guerra. Ni siquiera tanto como después de la caída de Bajmut, hace ya dos años y medio, cuando parecía imposible contrarrestar la superioridad artillera rusa. Desde entonces, los drones dominan el campo de batalla y la dinámica se mantiene estable: las tropas de Putin avanzan, pero —esto es un hecho, no una opinión— tardan cada vez más tiempo en conquistar ciudades cada vez más pequeñas.
¿Y en la retaguardia? Por cuarto invierno consecutivo, Putin quiere ganar la guerra sometiendo al frío a los civiles en las ciudades ucranianas. Es un arma prohibida, como lo era el hambre en la franja de Gaza, pero mucho menos efectiva. El dictador, que por alguna razón no ha sido todavía imputado por este crimen de guerra, volverá a fracasar. Hay, sin embargo, una diferencia con años anteriores. Ahora Kiev responde contra el petróleo ruso, y lo hace con armas construidas en la propia Ucrania. Aunque no parezca importarle a la prensa generalista que clamaba cuando era al revés, ahora también Rusia tiene que gastar sus caros misiles antiaéreos en derribar drones que cuestan menos de la décima parte.
La suerte de la guerra
Mientras sobre el tablero continúa el forcejeo de peones sin que —disculpe el lector que me repita— parezca posible el jaque mate, quedan tres elementos que pueden decidir la partida. El primero es el personal. Seguramente conocerá el lector las dificultades que atraviesa la movilización en Ucrania. Es la servidumbre que tiene la libertad de prensa que impone la UE al régimen de Zelenski.
Por la misma razón, sabemos que en Kiev hay políticos corruptos, pero no en Rusia porque está prohibido. Está prohibido decirlo, claro, porque, como en todos los regímenes que surgieron tras la caída del comunismo —y en otros que no, como es el caso del nuestro— la corrupción se les supone. Lo mismo ocurre con los problemas del reclutamiento. Pero no debiera engañarse nadie: Rusia también pasa apuros —el reciente contraataque ucraniano en Kupiansk mientras se decide la batalla de Pokrovsk muestra que a Putin tampoco le da la manta para cubrir todo el frente— y Ucrania es el único país del mundo que no moviliza a los menores de 25 años. Aún tiene mucho margen para apretarse el cinturón.
El segundo elemento que puede decidir la guerra es el económico. Hace más de un año que los EE.UU. han dejado de apoyar financieramente a Ucrania y Europa no parece capaz de compensar del todo lo que Kiev ha perdido. Es mucho lo que depende de las negociaciones en curso sobre los fondos rusos inmovilizados —mucho más que de los sucesivos planes de paz de Donald Trump— pero también aquí tiene margen Ucrania para apretarse el cinturón.
Queda, por último, el elemento que decide la mayoría de las guerras, la voluntad de combatir. Las condiciones de la ciudadanía en Ucrania son, obviamente, mucho peores que en Rusia, y eso parece inclinar la balanza en favor de Moscú… pero aquí interviene la ambición de Putin para poner palos en sus propias ruedas.
El final de la guerra, incluso si llegara sin que se alcanzasen los objetivos del dictador, supondría para Rusia la vuelta a casa de sus soldados —los movilizados con carácter forzoso llevan más de tres años en el frente— la retirada de las sanciones y un respiro para su debilitada economía que, desde la perspectiva del ciudadano de a pie, se traduce en una elevada inflación y en el incremento de los impuestos. No sorprende, por ello, que el 56% de los rusos se muestren «muy cansados» de la «operación especial» en una encuesta reservada realizada en el mes de octubre por el Centro de Investigación de la Opinión Pública, un organismo oficial que trabaja para el Kremlin.
Es cierto que mostrarse «cansados» no necesariamente significa que los rusos se opongan a la guerra, algo que podría llevarles a la cárcel; pero la estadística sugiere que el triunfalismo de Moscú no tiene otro objetivo que el de engañar a quien se deje. Entre quienes se dejan, por desgracia, está el presidente Trump.
Para los ucranianos, en cambio, el final de la guerra que quiere Putin supondría volver a caer bajo la bota de Moscú —a plazos o al contado, lo mismo da— algo que la mayoría temen con mucha razón. Quizá eso explique los resultados de las encuestas publicadas estos días por el Instituto Internacional de Sociología de Kiev, que muestran que el 75% de los consultados rechazan la retirada del Donbás y el 63% están dispuestos a soportar la guerra durante todo el tiempo que haga falta. Con Zelenski o sin él.
Incluso aplicándoles a todas estas encuestas un factor Tezanos de corrección —en todas partes cuecen habas— a mí me parece evidente que si Trump quiere de verdad parar la guerra tiene que cambiar de estrategia. Putin es Putin y no cederá un milímetro en sus exigencias, pero el pueblo ruso no es inmune a la presión económica ni a la sangría que se perpetúa en el frente. Quizá sea por ahí por donde el magnate puede empezar a hacer efectivo ese eslogan suyo de «paz a través de la fuerza» que, por ahora, parece referirse solo a la fuerza de los demás y no a la suya propia.