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06 de mayo de 2024

Dianne Feinstein

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Dianne Feinstein (1933-2023)

La senadora progresista que incomodaba hasta los presidentes demócratas

Restableció el buen nombre de San Francisco en sus diez años como alcaldesa antes de convertirse en una figura de referencia en el Congreso

Nació en San Francisco el 22 de junio de 1933 y falleció en Washington el 29 de septiembre de 2023

Dianne Emiel Goldman

Alcaldesa de su ciudad natal entre 1978 y 1988, senadora desde 1992 hasta su muerte, era la senadora y congresista de mayor edad. También fue la senadora por California que más tiempo estuvo en el cargo, la senadora más veterana de la historia.

Dianne Feinstein accedió a la alcaldía de San Francisco a raíz del asesinato de su titular, el también demócrata George Moscone, a manos de un antiguo adversario político. Como presidenta de la cámara legislativa de la urbe californiana, le incumbió asumir el cargo con carácter temporal antes de ser confirmada unos días más tarde por una mayoría de ediles. La trágica concatenación de circunstancias hizo de Feinstein la primera mujer en ocupar el despacho principal del «San Francisco City Hall», el espectacular edificio tan típico de la arquitectura política norteamericana.
Pero era lo suficientemente hábil como para entender que el momento no era de celebración de hitos, sino de demostración de un liderazgo que aportase apaciguamiento en un San Francisco de los setenta asolado por la violencia y capacidad decisoria para salir del marasmo. Feinstein cumplió con creces en ambos planos. El asunto más acuciante era la reconstrucción integral del sistema de tranvías, en marcha del sistema de tranvías, objetivo que alcanzó gracias a una generosa financiación de fondos federales, hábilmente negociada en Washington.
De una destreza similar hizo gala en materia social: pese a regir la ciudad de mentalidad probablemente más avanzada de Estados Unidos, se negó a aprobar medidas encaminadas a proporcionar ventajas sociales a las parejas homosexuales de hecho, si bien compensó a esa comunidad con una mayor presencia policial en sus barrios. Cuando Feinstein quiso restringir el uso de armas, un sector de la población forzó una consulta para destituirla. La alcaldesa venció el órdago. Sobre todo, restableció la reputación de San Francisco, siendo una de las pruebas más fehacientes fue la visita de Isabel II del Reino Unido en 1983.
El balance proyectó asimismo a Feinstein como una figura de la escena política nacional. Su nombre sonó con cierta insistencia para postular a la vicepresidencia de Estados Unidos en la candidatura de Walter Mondale. Al final, fue designada otra mujer, Geraldine Ferrarro. Feinstein evitó, por lo menos, ver su nombre y apellidos asociados a la sonora derrota que Ronald Reagan propinó a los demócratas en la elección presidencial de 1984. Pero la antigua alcaldesa de San Francisco sí que vio con amargura cómo el republicano Pete Wilson frustró su aspiración de convertirse en gobernadora de California en 1990.
Feinstein, política aguerrida, resistió y orientó sus ambiciones hacia el Senado de Estados Unidos. La oportunidad llegó en 1992. Llegó a la cámara alta del Congreso con 59 años, edad que no fue obstáculo para emprender una segunda etapa de su vida pública muy prolífica. Nadie en los ambientes políticos de Washington niega el magisterio de influencia ejercido por Feinstein durante tres décadas.
Por ejemplo, cuando Barack Obama –al que apoyó con fervor en sus dos campañas presidenciales– quiso otorgar al Departamento de Defensa –y no a la CIA– la autoridad para realizar ataques con aviones no tripulados contra terroristas potenciales, Feinstein utilizó una enmienda clasificada a un proyecto de ley de gastos para impedir tal medida, según informes de prensa. Bien es cierto que la dama presidía el Comité de Inteligencia del Senado y también llegó a ser decana del judicial. También aprovechó su larga estancia en el Capitolio para dar rienda suelta –esta vez sí, los tiempos eran distintos– a sus convicciones progresistas: su actividad era frenética cada vez que se trataba de ampliar las facilidades para abortar o dar satisfacción a las peticiones del lobby gay, cada vez más agobiantes. La América más conservadora, no sin razones, la aborrecía. Mas el respeto institucional que suscitaba era unánime.
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