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26 de abril de 2024

Pecados capitalesMayte Alcaraz

Los bocachanclas de la covid

Qué tiempos aquellos en los que los periodistas no hacíamos de científicos –que esa es otra–, y algunos que se hacen llamar científicos no hacían de ridículos corifeos de la izquierda mediática

Actualizada 04:14

Hubo un tiempo en que a un periodista le costaba más hacer una entrevista a un médico que a una piedra del Museo del Prado. La mayoría no se fiaba de los plumillas, a los que acusaban de descontextualizar sus palabras, entresacar titulares sensacionalistas sin los matices de la ciencia y, sobre todo, de exigirles respuestas fáciles a problemas complejos. Hubo un tiempo. Y digo bien. Porque las vacas locas, el ébola y especialmente el coronavirus han destapado un nuevo oficio muy bien retribuido –en pasta gansa y en horas de pantalla– que consiste en alarmar a los ciudadanos (fundamentalmente a los mayores, que son los más desprotegidos ante las inclemencias de la vida que nos han diseñado), con paridas aparentemente científicas porque quien las defiende es un virólogo, un epidemiólogo o un experto en salud pública. El pionero fue nuestro nunca bien ponderado doctor Simón.
La mayor parte de los científicos están en las antípodas del portavoz de Pedro Sánchez, hoy en horas bajas tras ser achicharrado por su jefe. Es más, la experiencia dice que cuanto más remisos son los galenos de aparecer en los medios, mayor magisterio imparten cuando se deciden a hacerlo. Ahí tienen a excelentes facultativos como Margarita del Val, Amos García Rojas o Luis Enjuanes, solo tres ejemplos de una pléyade de solventísimos investigadores que nos ayudan a entender un virus que ha cambiado nuestras vidas. Por no hablar de los magníficos médicos e investigadores anónimos que no han probado ni probarán el maquillaje televisivo y que están al pie del cañón multiplicando las horas por la pandemia. Todos ellos son una fuente de autoridad que nos salva de dar más palos de ciego de los inevitables en los terrenos ignotos de la covid.
Por tanto, mi respeto hacia todos ellos. Pero luego hay otro género de doctores House de pacotilla, que cultiva una minoría de charlatanes que ha resuelto en la pantalla algún complejo de Narciso, somatizado en el anónimo ejercicio de su profesión. Esos bocachanclas van dando tumbos de plató en plató (algunos claramente ubicuos porque te los encaras mañana, tarde y noche en diferentes emisoras), mimetizándose con el ecosistema político de las cadenas que los contratan. Estos pluriempleados del pinganillo me generan siempre una duda: ¿cuándo ejercen sus vastos conocimientos? ¿no sería mejor que destinaran su preciado tiempo a investigar, tratar y curar que a dar la chapa repetidamente en todas las tertulias, vendiendo el apocalipsis? No es de extrañar que más de un alumno o compañero de estos saltimbanquis recele de ellos, a los que ven más en la tele que en el aula o el laboratorio.
Pasean muchos por sus trabajos con esa mueca del ego bien satisfecho, al creerse «especiales» por codearse con los famosos de la tele, pero inevitablemente rodeados de descrédito entre sus pares, por haber malbaratado una profesión tan seria. Y de entre esos charlatanes (alguno ya se ufana de que le han puesto una calle en su pueblo por salir en la tele, no por el ejercicio de su profesión) hay un grupito que, para ganarse el favor de presentadores y cadenas de izquierdas, ocupan sus minutos basura en los debates a verter opiniones políticas (en resumen, a poner pingando a Isabel Díaz Ayuso), como inversión segura para ser reclutados en el siguiente aquelarre.
Qué tiempos aquellos en los que los periodistas no hacíamos de científicos –que esa es otra–, y algunos que se hacen llamar científicos no hacían de ridículos corifeos de la izquierda mediática. Si tenemos un presidente que copió la tesis doctoral, por qué no vamos a tener doctores que copian lo peor de la clase política.
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