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08 de mayo de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Viaje a la mente (y el bolsillo) de Vladimir Valdimirovich

Putin se ve como el zar providencial que evita que Rusia caiga en el desorden, pero para cumplir su meta ha creado un régimen nada recomendable

Actualizada 11:40

Existen pocos entretenimientos de más categoría que las magistrales novelas de John Le Carré ambientadas en la Guerra Fría, las del flemático e inteligente George Smiley. Le Carré se llamaba en realidad David Cornwell y trabajó de joven como agente del MI6. Tal vez por eso nadie ha descrito mejor la atmósfera del oficio y sus dilemas morales, a veces puzles irresolubles. Él sería la persona idónea para descodificar la complicada mente de otro espía ilustre: Vladimir Valdimirovich Putin. Al igual que el autócrata ruso, el novelista sirvió en Alemania en plena rivalidad entre la URSS y Occidente.
Lástima que Le Carré se muriese en 2020. Nos podía haber novelado una noche fascinante. Noviembre de 1989, cae el Muro de Berlín y los manifestantes anticomunistas se echan a las calles de Alemania del Este. Un oficial de la KGB de 36 años, que lleva seis destinado en Dresden, ve a la turba marchando hacia la sede de la Stasi. Así que pide refuerzos e instrucciones a Moscú a fin de proteger el edificio del espionaje soviético, donde se encuentra. Moscú no responde. No hay nadie al otro lado, un vacío que no olvidará el resto de su vida. El oficial, un tipo pálido, flaco, rubio y ojeroso, sale a la calle vestido con uniforme militar, pero sin armas, y se encara con los manifestantes. Con una frialdad aplomada y un buen alemán les explica lo siguiente: «Esta casa está estrechamente vigilada. Mis soldados tienen armas. Si alguien entra, abrirán fuego». Va de farol, pero los manifestantes le creen y se retiran.
Acto seguido, el agente quema toda la documentación confidencial de la KGB en Dresden. Se apellidaba Putin y en 1990 abandonará su trabajo como espía con rango de teniente coronel. Solo nueve años después se convertirá en el primer ministro ruso, el hombre fuerte que pone orden en el caos beodo del presidente Yeltsin y extirpa a la corte corrupta que le rodea, los plutócratas cleptómanos que se han repartido las joyas de la antigua URSS (aunque andando los años, él mismo creará una nueva camarilla, todavía más ladrona e intocable, formada por sus camaradas de la casta de los «siloviki», antiguos espías y agentes de seguridad metidos en política).
Putin vivió como un drama personal la caída de la URSS, su derrota frente a Reagan, su implosión. La considera «una tragedia, la mayor catástrofe geopolítica del siglo». Toda su estrategia, toda su acción de gobierno, tiene dos objetivos constantes. El primero es restaurar el Imperio Ruso. Pero no el soviético, sino el de su auténtico héroe personal, el zar Pedro I El Grande, que reinó a caballo entre los siglos XVII y XVIII y cuya estatua engalana su despacho. Aquel soberano triunfó al batir a su acérrimo enemigo, Carlos XII de Suecia, en la batalla de Poltava, el 8 de julio de 1709. Ese hito fundacional de la Gran Rusia se produjo precisamente a 300 kilómetros de Kiev. Nada es casual. Ucrania posee un enorme valor simbólico para el nuevo zar Putin.
Su segundo objetivo omnipresente es mantener el orden y el orgullo nacional. Putin es uno de esos súper egos que se creen a pies juntillas la frase de «o yo, o el caos». Vivió con espanto el desgobierno de Yeltsin y el reparto de los despojos de la URSS y su desmembramiento. Eso no puede volver a ocurrir. Para evitarlo hace falta un líder fuerte, y para construirlo hay que proyectar en todo momento un poder sin fisura alguna. De ahí sus implacables campañas bélicas en Chechenia, Georgia, Crimea, Siria y ahora en Ucrania. De ahí esos posados macho-man, puro kitsch a nuestros ojos, con pecho al aire y cuchillo de monte en mano. De ahí los baños rituales en aguas heladas bajo el rito ortodoxo.
De ahí, ay, la represión brutal –a veces letal– de toda forma de disidencia, la anulación de la prensa libre y el derecho a manifestarse, las elecciones trucadas de lo que el régimen denomina sin cortarse una «democracia dirigida». De ahí la sensación de impunidad para crear una élite extractiva. De ahí los avisos con polonio, o el desprecio a unos líderes liberales que considera débiles, pues están sometidos al estado de derecho, la evaluación soberana del público y el ojo crítico de la prensa. De ahí la pompa y circunstancia de toda su puesta en escena, que parece salida de un cuadro de David mitificando a Napoleón. De ahí la intoxicación en el extranjero, la compra de periodistas y pensadores occidentales, las campañas de jaqueo digital, la financiación universal de populismos y separatismos disgregadores.
En 2019, Putin concedió una insólita entrevista a Lionel Barber, el director del Financial Times. Leída hoy resulta enormemente reveladora. Allí explica con claridad su desprecio hacia la democracia liberal, que califica de «modelo obsoleto». Acusa a los gobiernos occidentales de «no proteger a sus ciudadanos», de permitir que lleguen peligrosas hordas de inmigrantes; de fomentar un dañino multiculturalismo y una absurda diversidad sexual. Es un ideario que le otorga público entre algunos conservadores occidentales. Putin tampoco es, en contra de lo que piensa parte de nuestra izquierda adolescente, un nostálgico del comunismo. Considera que esa ideología casa mal con la naturaleza humana. Una conclusión cierta, y lógica además en su caso, dada su avidez por el dinero, que lo ha convertido en uno de los hombres más ricos del mundo gracias a un régimen que se lleva una mordida de todas las riquezas naturales del país.
Para conocer a una persona es necesario viajar siempre a su infancia. Putin nació en 1952 en San Petersburgo, cuando todavía se llamaba Leningrado, hijo de un guardia de seguridad, más tarde capataz de obras, y de una ama de casa. Gente modesta y un chaval frío, reservado y de muy buena memoria. Se crio en un angosto piso, un quinto sin ascensor, una caja de zapatos de un edificio comunal de un callejón de Baskov. En primaria, cuando todos los niños queremos ser de mayores astronautas, futbolistas o médicos, él ya declaraba su vocación futura: agente de la KGB. Vivió y sufrió la vida bronca de un barrio marginal. Aprendió judo para defenderse (es cinturón negro). También se quedó con una frase talismán, que sigue aplicando estos días ante un Occidente ensimismado en sus dudas: «Si la pelea es inevitable, lanza siempre el primer puñetazo».
Esta vez la pelea era perfectamente evitable. Pero el zar rubio de 69 años –hoy alopécico, de rostro abotargado por intervenciones conservantes y unos inescrutables ojos vacíos– necesita cada cierto tiempo una nueva inyección de testosterona nacionalista para reforzar su prestigio ante su pueblo y mantener en pie el tinglado autoritario.
«La gente está harta de Putin. En las ciudades nadie quiere la guerra», me cuenta enfadada una amiga rusa, procedente de Rostov, cerca de la frontera ucraniana. Entonces, ¿por qué sigue ahí, veintidós años después, al mando de todos y todo? Ella me ofrece una respuesta de una sola palabra: «Miedo». Tal vez.
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