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05 de mayo de 2024

Pecados capitalesMayte Alcaraz

La tía Lilibeth

En el Reino Unido, la vida institucional se basa en la lealtad de los partidos que gobiernan hacia el modelo constitucional de Estado; hasta los separatistas escoceses le mantienen el debido respeto

Actualizada 01:37

Ahora que la tía Lilibeth (Isabel II para la historia) está de celebraciones por sus Bodas de Platino, me entrego a soñar con un país que, como el suyo, respeta sus símbolos, se reivindica en la solemnidad de su Monarquía y mantiene a su Soberana casada, hasta que la muerte los separe, con su pueblo. Una comunión que se ha mantenido incluso con tsunamis emocionales como los que provocó Diana y enjuagues vomitivos como los que protagoniza su hijo preferido, Andrés. Tiene la Reina anciana (96 años y todo un futuro por delante) el favor del 80 por ciento de la población británica, seguida, curiosamente, por su nieto Guillermo, el primer fruto de la relación matrimonial más corrosiva para la Corona británica.
Sería impensable ver a ministros del Gobierno de Su Majestad pidiendo «la guillotina para la Corona» o a su primer ministro echando de su país al anterior Rey, el «sobrino» de tía Lilibeth, que trajo la democracia a España. Porque en el Reino Unido la vida institucional se basa en la lealtad de los partidos que gobiernan hacia el modelo constitucional de Estado; hasta los separatistas escoceses le mantienen el debido respeto. Aunque los cosidos del Reino Unido de la Gran Bretaña con Irlanda del Norte estallen a veces, no hay un líder político del establishment que cuestione la Corona, ni inquilino del 10 del Downing Street que crea ser él el Rey, trate como chico de los recados al titular del Reino y le prohíba honrar a los mil españoles que cayeron por las balas y las bombas de unos asesinos.
Con Brexit o sin él, ese país se quiere y nunca se interpela sobre lo sagrado. Lo que no lo es, como la sucia política, está sin embargo sometida a una autoexigencia y fiscalización envidiables. Que se lo digan a Boris Johnson, cuyos desmanes, comparados con los de nuestro inefable Pedro, son como una verruga comparada con el Himalaya. Al premier británico unos inoportunos vinos en plena pandemia le han hecho pedir perdón en público y verse sometido a un procedimiento que puede acabar con su carrera si a la bancada tory se le hinchan las narices: aquí, si nuestro presidente hubiera hecho incongruencias como esa (las ha hecho peores), sus terminales hubieran acusado a los medios ultra de atosigar al sumo líder progresista. Hasta la simpar Adriana Lastra habría justificado el desahogo emocional como parte del desvelo de Sánchez por la salud de los españoles, esos millones de infelices que estaban encerrados en las soluciones habitacionales socialistas.
De hecho, ha sido tres veces condenado por el Constitucional por vulnerar nuestros derechos durante el confinamiento… y pelillos a la mar. No ha dado las cifras oficiales de fallecidos… y qué más da. Ha destrozado el prestigio de la Fiscalía, del CIS, del CNI, atacado a las fuerzas de seguridad, malbaratado sentencias firmes del Supremo contra golpistas, provocado el exilio del Rey Juan Carlos… y qué se le va a hacer, el progresismo es la solución.
Déjenme soñar en que todavía estamos a tiempo de curar las heridas sanchistas, de acabar con las trincheras cavadas con odio por este Gobierno, de venerar a nuestras víctimas y mantener en galeras a sus verdugos, de restituir la dignidad de las instituciones y de agradecer a un anciano Rey lo hecho por su país, como hace Inglaterra con su Reina, y devolver a su heredero un papel constitucional sustraído por un mal español, que no ha hecho fiestas clandestinas como Boris, pero ha convertido el país en un after de perroflautas y xenófobos, en donde corre el alcohol –pagado con dinero público– por los desagües del maltrecho Estado.
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