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27 de abril de 2024

Cosas que pasanAlfonso Ussía

El estrecho de abanico

Es muy probable que esa continua cadencia de pateras y las órdenes de escasa vigilancia costera sean la causa del pacto de Sánchez con Mohamed. Lo que no entiendo es el rechazo de Mohamed por pactar de igual manera con la administración colonial británica establecida en Gibraltar

Actualizada 01:30

Aunque algunos no lo crean, no soy mal navegante. Sé diferenciar barlovento de sotavento, babor de estribor, la vela mayor del foque y la izada de la arriada. He superado el estrecho de Gibraltar en tres ocasiones, siempre con el viento a favor. Con el levante, de Puerto Banús a Puerto Sherry, y con el poniente del Atlántico al Mediterráneo. A favor, el estrecho ofrece una navegación placentera, y con el viento a proa, muy desagradable. Pero no había reparado, hasta ahora, en el tercer viento del paso. El viento en abanico, que recala en Gibraltar y desvía las pateras hacia la costa española. Las pateras nunca alcanzan la costa de Portugal y, menos aún, Gibraltar. La travesía más breve y directa entre el norte de África y Europa tiene a Gibraltar como destino, pero a pocas millas de Punta Europa, con la bandera del Reino Unido, la «Union Jack», ondeando orgullosa, el viento y las corrientes de abanico desvían las pateras hacia las playas de la Costa del Sol, desde Algeciras y Sotogrande hasta Cabo Pino y Fuengirola. Se trata de unas rachas de viento que los negreros que se enriquecen con el tráfico de seres humanos, no terminan de dominar. Decenas, centenares de pateras que transportan desde Marruecos a España a jóvenes y fuertes inmigrantes ilegales, siempre encallan en playas de España, y jamás en Gibraltar. Y me pregunto si es consecuencia de ese desconocido viento de abanico, de la indolencia y los pactos de Sánchez con Marruecos, o de la mala intención de Mohamed, que en los últimos días ha sido sorprendido dando tumbos en las calles de París con una cogorza descomunal, que me hace recordar la sabia melancolía de Kenneth Williams cuando deploraba las borracheras de su padre: «Mi padre era, sin duda alguna, el mayor borracho de su pueblo. Y este dato carecería de importancia si el pueblo de mi padre no fuera Nueva York».
Las pateras de las organizaciones dedicadas al tráfico de seres humanos ya no se hunden, por el sobrepeso, con mujeres y niños. Un niño ahogado en el estrecho es un latigazo a la sensibilidad de la Europa supuestamente rica y civilizada. Ahora vienen abarrotadas de hombres jóvenes y fuertes, que desde España tienen legalmente abiertas las puertas de todas las naciones de Europa. El nuevo Caballo de Troya. El Ejército callado que algún día se hará dueño, mediante la violencia y la mayoría del continente envidiado. En Dinamarca ya lo han advertido. «Vosotros tenéis un hijo y nosotros cinco. En pocos años, estaréis en nuestras manos». Pero esos soldados camuflados del islamismo jamás pisan Europa en Gibraltar.
Desde Libia y Túnez por Italia; de Argelia por Francia, de Marruecos y Mauritania por España. Pero a Gibraltar, jamás. En lo que a España respecta, es muy probable que esa continua cadencia de pateras y las órdenes de escasa vigilancia costera sean la causa del pacto de Sánchez con Mohamed. Lo que no entiendo es el rechazo de Mohamed por pactar de igual manera con la administración colonial británica establecida en Gibraltar. Porque a Gibraltar no llega patera alguna y ese detalle me desconcierta como navegante, que no como español, porque es sabida la diferente calidad de hospitalidad que los británicos se gastan comparándola con la de los españoles. Un inmigrante en España, sólo con pisarla, tiene más ventajas económicas, sanitarias y sociales que un jubilado español que ha cotizado cuarenta años a la Seguridad Social.
De ahí que mi conclusión no sea otra que el viento en abanico que siempre muere en nuestras costas.
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