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20 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Sobredosis de estímulos

Tal vez había más emoción y disfrute real al entrar en un cine en el siglo XX que en toda la sobreoferta taquicárdica que ha traído internet

Actualizada 10:37

A las generaciones que ya nacieron con internet y un móvil puestos los llaman con admiración «nativos digitales». Tienen sus ventajas, desde luego. La comunicación absoluta ha liquidado el aburrimiento: esperando el bus, o en el metro, puedes estar leyendo un periódico, escuchando un podcast, jugando, mensajeando o hasta viendo una serie. También dispones de algo casi mágico: todo el conocimiento universal al alcance de la yema de un dedo y la posibilidad de conversar viéndote la cara con un amigo del otro extremo del planeta. Pero los famosos «nativos digitales» dan a veces un puntito de pena, porque se perdieron el plus de emoción que aportaba el contar con muy pocos estímulos y la manera en que esa penuria avivaba la imaginación.
Si pienso en mi niñez atlántica, allá en el córner siempre venteado y lluvioso, en realidad solo contábamos con cinco ventanas al gran mundo: los libros, los cines, una tele en dos canales, los discos y casetes, y las aventuras que nos contaba nuestro padre cuando atracaba de la mar. Pero probablemente disfrutábamos más con todo aquello que ahora en la era de las panzadas de streaming y cuando portamos el mundo en un simple móvil (cuya tecnología multiplica infinitamente la que llevó al hombre a la Luna en 1969).
Todos los que nos criamos en el siglo XX somos un poco como el chaval de la entrañable Cinema Paradiso. Acudir en las pequeñas ciudades a aquellos amplios cines de nombres pretenciosos suponía franquear una puerta a otro planeta. Quizá nunca haya vuelto a disfrutar tanto como cuando en la edad de la inocencia mi padre estaba en tierra y nos llevaba a ver alguna comedia tontuela de entonces: Las locas aventuras de Rabi Jabob, Le llamaban Trinidad, Aquellos chalados y sus locos cacharros… Curiosamente, muchas eran producciones europeas, un cine que triunfaba en taquilla en todo el continente y que en reveladora paradoja comenzó a pinchar cuando se abonó a la teta anestesiante de la subvención.
En un viaje alucinante, en una sola vida hemos pasado de la tele en blanco y negro a la sobredosis de estímulos. Una canción de Bruce Springsteen, malucha, pero atinada en su crítica, se titulaba 57 canales (y nada que ver). Tenía razón. La oferta abruma y las posibilidades son tantas que se genera una cierta de ansiedad, que degenera en un anestésico vacío, ajeno a todo lo profundo. No hay escapatoria, ni tregua. Se responde a mensajes laborales con el móvil en una mano y el cepillo de dientes en la otra. En el teléfono siempre canta alguna alerta. Imposible ya sentarse a leer un libro, o a ver una película, sin una sola interrupción. Nadie se atreve a alejar de todo el móvil, o apagarlo (¿y si me llaman? ¿Y si me estoy perdiendo alguna cosa?).
Existe además una especie de epidemia de déficit de atención. El mundo digital nos interesa más que lo que tenemos delante de la cara. Un interlocutor nos habla y a veces incurrimos en la pésima educación de estar fisgando en el móvil en lugar de escucharlo mirándolo a los ojos. El flamante Rey Carlos III se acercó a las vallas de Buckingham a saludar al público. Muchos espectadores prefirieron grabarlo con el teléfono en lugar de vivir el momento a conciencia. En algunas comidas asistes a la desazonadora estampa de que mientras los adultos conversan, los adolescentes de la familia están repantingados con sus móviles, con una mueca de sopor infinito (tema que tendría tan fácil arreglo como que sus padres no les permitiesen llevar el teléfono a la mesa).
Camilo José Cela, que seguirá siendo un clásico cuando un mantillo de olvido arrope a Almudena Grandes, comentaba a veces que la alta creación es hija del aburrimiento. Probablemente sea cierto. Si Spinoza viviese hoy en Madrid como filósofo, tendría que lidiar con la tentadora oferta de la ciudad, con congresos y parrandas intelectuales varias, alguna tertulia mediática, clases, comidas de trabajo, entrevistas, artículos… ¿Encontraría el tiempo para pensar y escribir su influyente Ética? Probablemente no. Lo hizo en el aburrimiento de su labor de pulidor de lentes en La Haya, después de haber sido expulsado de la sinagoga de Ámsterdam por sacrílego. Lennon, McCartney y Harrison solo tenían un interés en su adolescencia en la Liverpool portuaria: la música. Le dedicaban todas sus horas, pensamientos y sudores y ahí fermentó el milagro de los Beatles. ¿Podría San Agustín escribir «La Ciudad de Dios» con un mensaje de guasap entrando en su móvil cada diez minutos? La instrospección religiosa también demanda silencio.
Hay quien sostiene que la calidad de la producción intelectual y artística ha mermado en la era de la comunicación instantánea y los sobreestímulos. Lo que indudablemtente ha empeorado es el nivel de la política, enferma de taquicardia demoscópica. El populismo tiene mucho que ver con el bucle de la información perpetua y las redes, que llevan a intentar encapsular en un eslogan simplón realidades muy complejas. Isabel II era tan astuta que no concedió jamás una entrevista. La Reina de chiripa Camila ya ha dado la primera (solo para soltar una sarta de ñoños lugares comunes).
Una aclaración: no soy un carca ni un nostálgico. Es un privilegio vivir el tiempo presente, poder escuchar en cualquier sitio y perfectamente la Pasión según San Mateo de Bach, o a los Hardwicke Circus, solo con un móvil y un pequeño altavoz. Leer El Debate en una terraza tomando un café. Disfrutar en la sala de casa de una gran serie, como Line of duty, o de un clásico del cine, como Eva al desnudo, Paris, Texas, El general de la Rovere... Pero algo se ha perdido por el camino en el salto del siglo XX al XXI.
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