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28 de marzo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Una España de fantasmas

Los fascistas de los años treinta del siglo pasado se avergonzarían de Vox, como los comunistas de entonces juzgarían a los de Iglesias y Montero una pandilla de niñatos bien, merecedores de paredón o desprecio

Actualizada 01:40

No, no es lo más grave estar gobernados por un primer ministro que plagió su tesis doctoral y que miente siempre. Ni lo es el oxímoron de vivir bajo un gobierno al que sostienen los que exigen abolir la nación que ese gobierno administra. No lo es que un tercio de su ministerios haya sido cedido a una franquicia española de las dictaduras iraní y venezolana. No lo es siquiera que la ley electoral y el diseño de circunscripciones hayan volado el principio de igualdad de voto, que garantizaría una representación igual para todos los ciudadanos. Ni es siquiera la suma de todo eso lo que hace tan difícil hablar de democracia en la España actual. No somos contemporáneos de nuestro tiempo: eso es lo grave. Habitamos un pasado político que no existe. Y es ésa una prisión de la que nadie escapa.
España vive en la anacronía. No hay equivalente en Europa. En Alemania, o en Francia, o en Italia, o en cualquier otro de los territorios que componen la UE, hay añorantes, sin duda, del épico –del asesino– primer tercio del siglo XX. Oscilan entre lo pintoresco y la psicosis. Pero sus wagnerianas escenografías de gran duelo estaliniano-fascista pasan desapercibidas más allá del frenopático. Son enfermos, anclados en ese vivir fuera del tiempo que pone decorado a la locura. Puede que en el partido de Le Pen se hayan refugiado los últimos ancianitos vivos –pocos– de los años de Pétain y Vichy. Es posible que Meloni tenga que sobrellevar con paciencia, en sus Fratelli d'Italia, el peñazo cotidiano de unos cuantos seniles sin más consuelo que el recuerdo de las poses hierofánticas del Duce… Pero ni un solo postulado pétainista ni un solo postulado mussoliniano juegan papel funcional en sus programas. Lo jugaron en sus respectivos nacimientos. Pero llamarlos hoy, en el rigor de los términos, fascistas (esto es «socialistas nacionalistas», que es lo que «fascista» significaba para Mussolini y luego para Hitler) sería no saber lo que uno dice. Y, dejémonos de tontadas, Putin será un asesino de la peor especie, pero no es un comunista.
Las palabras están fechadas. Sacadas del significado y la connotación que su tiempo les impone, las palabras se truecan, bien en insulto, bien en eslogan propagandístico: si es que entre ambas cosas hay diferencia alguna. Lo saludable es que ese valor de insulto o propaganda vaya perdiendo fuerza y acabe –como todo en esta vida– por ir extinguiéndose. Y que un buen día, sin ni siquiera apercibirnos, las hayamos borrado del lenguaje. Hasta que los historiadores, pasados siglos o pasados milenios, las exhumen como aquellas viejas monedas que evocaba Saint-John Perse: pulidos redondeles que alisó el uso y en cuyos tenues relieves nada ya leemos.
No, lo que está matando la democracia en España no es el presente. Es el loco anclaje en lo que fue presente hace ahora un siglo: los prolegómenos de una guerra civil, cuyos efectos simbólicos –y, sobre todo, electorales– han tenido la perennidad que conflictos incomparablemente más graves en Europa nunca asentaron. «Comunista» y «fascista» decían la realidad de sujetos históricos bien catalogables en la España de los años treinta. No son hoy más que exabruptos contra aquel o aquellos a quienes su adversario trata de sepultar en los infiernos. Para beneficio propio, por supuesto. Los fascistas de los años treinta del siglo pasado se avergonzarían de Vox, como los comunistas de entonces juzgarían a los de Iglesias y Montero una pandilla de niñatos bien, merecedores de paredón o desprecio.
Y, sin embargo, el uso loco de las palabras sigue funcionando. No importa que todos los diccionarios hayan sido violados. Importa que insultar da votos. Y que hoy, en España, los insultos más rentables ante las urnas son centenarios. Y más que centenaria, la fantasmagoría de las dos Españas que los legitima.
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