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24 de abril de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Poéticas de la castración

¿Puede un menor de edad –esto es, un sujeto sin responsabilidad jurídica– imponer que le sea aplicada, a voluntad propia, una amputación corpórea de consecuencias tan mayores cuanto irreversibles? No consigo entender que alguien pueda ser tan malvado como para pretender eso. Y darle forma legal

Actualizada 01:25

Que entre sexo y sentimiento de culpa teje el inconsciente humano una maraña de angustias, con frecuencia muy difícil de transitar entre los especímenes jóvenes de la especie, es algo conocido desde siempre. Por eso el mito de la castración reaparece en las tradiciones más distantes. Y la más bella de sus versiones literarias es, pienso, la más antigua. Hesíodo, en el pasaje clave de su Teogonía que narra, hace unos dos mil ochocientos años, la castración que un hijo llamado Tiempo (Cronos) impone al dios del Cielo (Urano). De las salpicaduras que desde la amputación vienen a caer sobre el mar embravecido, se formará la espuma de la cual surge la más bella y la más mortífera de las deidades: Afrodita.
Es don de la literatura trocar en arquetipo bello lo horrible, aquello cuya presencia material ninguno toleraría. Sucede con el descomunal ciclo de retornos fallidos a casa que construye la tragedia griega en torno a los vencedores de Troya. Sucede con esa maraña de historias atroces, exquisitamente narradas, con las cuales Hesíodo dio fundamento a la religiosidad helena. Pero nadie en su sano juicio transitará de la literatura a lo real sin saber el altísimo precio que habrá de pagar por ello. Y, cuando, a inicio del siglo III, un literalismo exacerbado promueva entre los cristianos de Alejandría la aplicación literal del pasaje de Mateo 19:12 que elogia a «quienes a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos», la autoridad eclesiástica no dudará en truncar la monstruosa tentación del salto entre figura literaria y realidad.
El siglo XX nació, en arte y literatura, cuando ya todos los arquetipos de la imaginación humana habían sido transitados. Tras el portazo que asesta el simbolismo al agonizante siglo XIX, ningún veto simbólico quedaba firme. Pero el poeta sabe que está danzando sobre el filo de una navaja, en la cual cualquier paso en falso es irreparable: saber eso hace de él un maestro. Villiers de l'Isle Adam o Barbey d'Aurevilly hicieron de tal danza con lo oscuro virtuosismo. Otros –el Lautréamont de los Cantos de Maldoror o el conmovedor Rimbaud de Una estancia en el infierno– fueron devorados por su tiniebla. Pero a ninguno se le ocurrió confundir literatura y vida. Y si alguno –Nerval, por ejemplo– se sintió tentado a hacerlo, suprimió la segunda.
¿Puede un adulto soñar mutilaciones uranianas? ¿Puede sellarlas en su propio cuerpo? Es cosa suya. Si se trata, verdaderamente, de un adulto en plena posesión de facultades. Habrá destruido su vida. Pero él sabrá lo que hace.
¿Puede un menor de edad –esto es, un sujeto sin responsabilidad jurídica– imponer que le sea aplicada, a voluntad propia, una amputación corpórea de consecuencias tan mayores cuanto irreversibles? No consigo entender que alguien pueda ser tan malvado como para pretender eso. Y darle forma legal. La que establece el proyecto de ley de la señora Montero. Artículo 19. 2: «En el caso de personas menores entre 12 y 16 años, solo se permitirán dichas prácticas [de modificación genital] a solicitud de la persona menor siempre que, por su edad y madurez, pueda consentir de manera informada a la realización de dichas prácticas».
Por «su edad y madurez», dice el texto. O sea: por tener entre 12 y 16 años. Es todo lo que necesita un niño para ser castrado.
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