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07 de mayo de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La buena vida de los de 1964

Mi generación ha vivido una España en paz y avance constantes, por eso nos carcome que un oportunista esté sumiendo al país en un laberinto innecesario

Actualizada 15:54

Los horrores de la guerra. ¡Todavía! Y a pares, en Ucrania y la de israelíes y palestinos (por no hablar de otras casi olvidadas). Es fácil dejarse llevar por la desazón y el pesimismo. Y sin embargo…
Soy de la quinta de 1964 (y en este caso lo de quinta es exacto, porque hice la mili entera). Así que el año que viene me caerán los 60 eneros. En medio del pesimismo de estos días, al que se suma la preocupante situación política de España por obra de un oportunista de muy livianos principios, miro por el retrovisor y me veo obligado a reconocer que los de mi generación hemos tenido una suerte inmensa. Hemos vivido en una España sin guerras, en crecimiento, con un despegue material sensacional y bastante estabilidad institucional. Es sorprendente pensar que nuestros bisabuelos todavía respiraron en el no tan lejano siglo XIX, que fue un carrusel de guerras, revoluciones, asonadas y atentados. Comienza con el palo de Trafalgar, sigue con la invasión napoleónica y la lucha para liberarnos de su yugo, continúa con las guerras carlistas, con las de Marruecos, y se cierra con las tristes derrotas en las guerras de independencia ultramarinas.
La España en la que nacieron mis abuelos era todavía otro planeta respecto a la de hoy. En 1900, el país solo tenía 18,8 millones de habitantes (29,5 millones menos que ahora). El 64% de la población era analfabeta, frente a una sociedad en la que todos sabemos leer y escribir (aunque a veces solo sea guasaps y pies de foto de Instagram). Se trataba de un país rural, con una esperanza de vida de tan solo 34,7 años. Ahora está en 82,3 años, una de las mayores del mundo. En 1900 asistir a la universidad era el privilegio de una élite minúscula. Todavía en 1960 solo tenían estudios superiores el 1,7% de los hombres y el 0,14 % de las mujeres (frente a un 39% de los españoles de ahora).
En la primera mitad del siglo XX, España sufre los reveses de la Guerra del Rif; pasa por la dictadura de Primo; el descontrol de la II República, con una dantesca persecución religiosa al catolicismo; la herida de una Guerra Civil y los rigores de todo tipo de la posguerra. Nada de eso vivimos ya los de mi generación (aunque sí los constantes zarpazos sanguinolentos de ETA, que hoy la izquierda quiere enterrar bajo un mantillo de amnesia felona). En el convulso siglo XX murieron por hambrunas en el mundo 70 millones de personas, «el 80% víctimas de los regímenes comunistas, con su colectivización forzosa, sus confiscaciones y su organización central totalitaria» (el entrecomillado es de un pensador «progresista», pero honesto, Steven Pinker). Hoy esas hambrunas extremas han quedado atrás, en un mundo que ha superado todos los fúnebres vaticinios maltusianos.
Mientras escribo suena al fondo la Sinfonía Inacabada de Schubert. La he buscado en un telefonillo que cabe en la palma de mi mano y alberga más contenido que el mejor ordenador de los años 90. Es parte de una suscripción de once euros al mes que me permite escuchar toda la música imaginable, de Bach a Bad Bunny, y que suena maravillosamente en un pequeño altavoz portátil.
En mi adolescencia en La Coruña, aunque vivíamos muy bien con los barcos de mi padre, hacerme con el disco nuevo de Police o Dire Straits me suponía un esfuerzo, no era una aventura de todos los días. Mi mujer y yo bromeamos a veces sobre quién tuvo primero unos vaqueros Levi’s etiqueta roja, un icono difícil de conseguir en nuestra adolescencia (fue ella, porque vivía en San Sebastián, más cerca de una Europa entonces más avanzada). En mi infancia coruñesa eran contadas las casas con calefacción. El invierno se vadeaba con una estufa de bombona. Viajar en avión constituía un lujo en el que te iniciabas cerca de la veintena (hoy los chavales de doce y trece años ya han viajado en avión). La mayoría de las familias españolas no pisaban un restaurante salvo en ocasiones señaladas y abundaban los de serrín en el suelo y mantel de hule. Hoy muchos parecen museos de decoración. Las vacaciones de casi todos eran «en el pueblo». Los coches carecían de confort y se hacían largos viajes con el único aire acondicionado de la ventanilla bajada. Un supermercado de barrio de ahora ofrece más variedad de productos que uno finolis de mi juventud (véase la variedad de cervezas, yogures, leches, frutas).
Hasta hace unos años, la palabra cáncer sonaba a sentencia de muerte. Hoy muchísimos pacientes salen adelante, y pronto serán más. La sanidad pública es universal, gratuita y casi siempre correcta, pese a la cantinela sindical. En las casas de algunos de mis amigos de la niñez no había libros (y quiero decir ninguno). Las personas aceptaban empleos duros, como ser marinero en el Gran Sol, subirte al andamio, ir a la vendimia a Francia o jugarte el físico en las plataformas petroleras de Noruega. Hoy ya no queremos esos trabajos, que resuelven inmigrantes hispanoamericanos o africanos. El ornato de las ciudades, sus parques y su mobiliario urbano, es incomparablemente mejor. La oferta cultural se ha disparado. Un chorro de dinero europeo nos ha permitido conectar las ciudades con autovías y trenes de alta velocidad que, por ejemplo, todavía no existen en Inglaterra.
Por supuesto que hay problemas. Y muchos. Empezando por las incertidumbres que pueda provocar en nuestras vidas la revolución de la Inteligencia Artificial en marcha, un vuelco que a los políticos españoles no les ocupa ni un minuto. O siguiendo por un materialismo tontolaba, que niega el valor de la tradición y la alta cultura y hasta la propia existencia de Dios. O acabando por la obviedad de que la prosperidad se está mudando a Asia y nos ha tocado vivir en una Europa en declive. Pero aun así, y con todos los errores y baches, en general los españoles de la cosecha 1964 hemos disfrutado de un avance sensacional de España, nuestro país. Por eso nos carcome que toda esa obra de tantos pueda arruinarse por una revuelta palacio para reescribir la Constitución, liquidar la igualdad entre españoles y abrir una etapa que puede erosionar nuestras libertades y derechos al albur de un aventurero y unos xenófobos de residual apoyo en lo que hace al conjunto del cuerpo electoral.
Nunca en mi vida adulta había estado profundamente preocupado por España. Ahora sí.
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