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29 de abril de 2024

Desde la almenaAna Samboal

No cree en la Constitución

Ahora, tras haber colonizado las instituciones que pusieron freno a las rancias ensoñaciones de su padre político, se dispone a culminar su obra: cambiar el régimen por la puerta de atrás

Actualizada 01:30

El día en que Zapatero prometió a los separatistas aprobar el Estatuto que el parlamento catalán enviara al Congreso, después de haber mandado a Ibarretxe irse con su plan por donde había venido, la política española saltó de carril. Vivíamos en una democracia joven, nacida de una reconciliación nacional, en la que, con generosidad, los dos bandos de la guerra civil habían decidido aparcar los viejos rencores para trabajar por un proyecto común. En cuestiones de Estado, los dos grandes partidos que representaban a la mayoría de los ciudadanos, primero la UCD y el PSOE, después el PP, pactaban incluso los desencuentros. Hasta que apareció él, al que alguien poco avispado confundió erróneamente con el dulce Bambi y pegó un puñetazo sobre el tablero de juego. No pretendía cambiar las políticas, su objetivo era alterar las reglas del juego.
Zapatero había crecido sobre la ola de indignación generada por el accidente del Prestige, se ensoberbeció alimentado por Chirac y Schroeder saboteando el giro atlantista de la política exterior española y, una vez convertido en presidente, tras el más terrible atentado que hemos padecido, se dedicó a deshacer y a dividir, en vez de a coser heridas. Dio alas al separatismo centrífugo aceptando la tregua parcial de ETA en Cataluña, negoció con los terroristas para concederles una salida política antes que garantizar una derrota que estaba asegurada y crispó el clima social e institucional reivindicando una supuesta legitimidad que no sólo está maldita, sino que estaba muerta para la gran mayoría de los españoles, la de la Segunda República.
Hoy, cuando él acumula caudales haciendo viajes de ida y vuelta a Caracas, acompañado de personajes que no pasarían ni el filtro de un becario en un tribunal de derechos humanos, su siembra sigue envenenando la vida política. Si él blanqueó a Otegi, Sánchez le ha dado la categoría de socio parlamentario. Si él aprobó un Estatuto en Cataluña abiertamente contrario a la Carta Magna, Sánchez ha indultado a los que, evocando aquel disparate, dieron el golpe al orden constitucional. Si él y su amigo Garzón intentaron acabar con la Transición, Sánchez le ha dado el golpe de gracia aprobando una Ley de Memoria Democrática al dictado de los herederos políticos de los terroristas.
Ahora, tras haber colonizado las instituciones que pusieron freno a las rancias ensoñaciones de su padre político, se dispone a culminar su obra: cambiar el régimen por la puerta de atrás. Someterá a una presión sin precedentes a todas las estructuras del Estado para intentar lograr su objetivo. El gobierno, mal llamado progresista, pretende retrotraernos a la peor España de las postrimerías del siglo XIX o XX, en vez de conducirnos al XXI. Porque, a estas alturas, nadie puede dudar ya que, tras la amnistía, convocará los refrendos de autodeterminación que le pidan. No es sólo ambición de poder, es también y sobre todo que no respeta en aquello que no cree: la Carta Magna nacida del pacto de reconciliación que firmaron nuestros padres y abuelos.
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