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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Se acerca el momento de la verdad

Sánchez va armado, ha tomado la colina de la democracia y ve a sus rivales durmiendo a la sombra bajo un árbol

Actualizada 01:30

La labor de destrucción del Estado de derecho ha sido, desde el principio, la principal herramienta de llegada al poder y supervivencia en él de Pedro Sánchez. Solo modificando sobre la marcha las reglas del juego podía alcanzar y consolidarse en un cargo que ni se merece ni se ha ganado y es fruto, en exclusiva, de una aritmética parlamentaria indecente.

Porque no basta con sumar si, para lograrlo, hay que aceptar un precio que conculca las obligaciones más elementales de un presidente digno de ejercer el cargo: es como si, para ganar una carrera, se aceptara disparar desde el coche a tu rival para llegar antes a la meta, pinchar las ruedas de otros corredores, adelantar o retrasar la meta, utilizar atajos ajenos al circuito y sobornar al juez de pista para que haga la vista gorda.

La demolición sanchista ha querido hacer de la necesidad virtud, convirtiendo la aceptación de todos y cada uno de los chantajes de sus aliados en una especie de propuesta voluntaria propia, y transformando las barreras de seguridad que la frenaban en una conspiración fraudulenta digna de recibo por lo civil o lo militar.

La retahíla de concesiones y abusos es infinita y al principio atendía básicamente a esa necesidad matemática de alcanzar los 176 votos necesarios para una investidura, que simplemente no debieran haberse buscado si se entendiera que la democracia es algo más que una vulgar acumulación de síes si, a cambio de ellos, ha de alimentarse todo aquello que un presidente presentable debería parar.

Empezando por la reforma constitucional por la puerta de atrás y continuando, ad infinitum, con la modificación del Código Penal al dictado de los delincuentes, la devaluación de la separación de poderes como epicentro de una democracia sana, la ruptura de la convivencia social, la legitimación de la ruptura territorial con la excusa federal, la quiebra de la igualdad de los españoles ante la ley y la Agencia Tributaria o la apuesta guerracivilista por resucitar la España de los dos bandos enemistados para blanquear que, en el propio, solo hay granujas con objetivos siniestros que serían irrelevantes de no haber sido asumidos como propios en pago de ese impuesto revolucionario.

El avance sanchista, con el galope de Atila, se ha completado con el tiempo al juntarse, a las urgencias políticas, las judiciales: ya no se trata solo de «okupar» a cualquier precio el poder ejecutivo, sino de anular el resto de contrapesos institucionales y de la sociedad civil para salvar el cuello en la incesante marea negra de corrupción que acorrala a su Gobierno, a su partido, a su familia y, por tanto, a él mismo.

El ataque sostenido a la independencia judicial, con leyes e ideas solo vistas en regímenes tropicales; la causa general abierta contra la escasa prensa crítica; la sustitución del Parlamento por el Real Decreto, el menosprecio hacia el Senado, el asalto al Tribunal Constitucional y el desprecio al Supremo, la compra de votos, voluntades y multinacionales con dinero público o el uso del juego sucio contra rivales como Ayuso reflejan la desesperación de un líder de pies de barro al borde del acantilado; pero también le colocan a un paso de revertir la democracia para no caer al vacío.

No es que Sánchez sea sospechoso de estar dispuesto a acabar con el modelo democrático conocido desde 1978, es que lleva haciéndolo desde 2018 con una contumacia que despeja la duda y le sitúa en la penúltima estación antes de lograrlo: solo le falta tocar al Ejército, pues hasta la Corona ha aparecido en su guion destructivo.

Y por exagerado que parezca, especialmente a quienes hacen una caricatura de una situación de hundimiento de los estándares democráticos para adecentar su propia inmundicia cómplice, estamos a medio minuto de acabar con el sistema creado desde la Constitución con el abrumador respaldo de casi el 90 % de los españoles: destrozadas todas las líneas rojas, señalados todos los enemigos, iniciados todos los trámites para anularlos y deshumanizada y criminalizada toda disidencia, solo le falta justificar el fin de la democracia conocida en nombre de salvarla.

Con Sánchez solo parece haber ya dos caminos: o acaba con España, o acaba en un juzgado. Y viendo cómo se las gasta él y cómo no se las gastan sus rivales, fijos discontinuos en la denuncia y más pendientes de pedir vacaciones que de llegar los primeros al trabajo de salvar la democracia, es razonable temerse que vuelva a salir victorioso.

Ha llegado el momento de la verdad, y mientras Sánchez y sus tropas van armadas y han tomado la colina, se diría que el resto duerme bajo un árbol, con un sueño profundo del que tal vez no despertarán jamás.

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