Gascón y la secta 'woke'
Damos como normal lo enloquecido: que a un actor o actriz se le otorgue un galardón o se le despoje de él en función de esa trivialidad que son sus opiniones políticas. O sus fechados tuits
No, no ha sido la primera vez, esta de Karla Sofía Gascón. En 1992, Neil Jordan estrenaba su espejo de la Irlanda del IRA. «The crying game» («Juego de lágrimas») era una reflexión sobre el poder destructivo de esas concepciones salvíficas de la acción política que borran todo resquicio de autonomía a la vida privada.
A diferencia del complaciente —y entretenido— Jacques Audiard de «Emilia Pérez», Jordan era un maestro. Su película tenía el acento trágico que cuadraba a aquel terrorista Fergus —soberbio, Stephen Rea—, que se estrellaba contra el muro de lo que su secta armada sentenciaba como una degeneración penada con la muerte. Cinco años después, Neil Jordan rodaría la áspera crónica del ajuste de cuentas interno que, en el IRA, consumó el asesinato del más épico de sus dirigentes, Michael Collins, en 1922. Seis años antes, con «Mona Lisa», había construido una de las historias de amor más desesperadas y más turbias del cine de final de siglo.
En «Juego de lágrimas», Fergus, que ha huido a Londres para alejarse de enemigos y —sobre todo— de amigos, persigue la huella de la novia del soldado británico al que, en una feria rural norirlandesa, asesinó a sangre fría. Sólo tiene su foto y su nombre: Dil. Da de bruces sobre esa criatura demasiado bella, a la que pone rostro Jaye Davidson. Se enamora desesperadamente, contraviene los códigos de seguridad de su organización clandestina, sus camaradas lo dan por perdido y sentencian su deserción con la pena de muerte.
Jordan había pedido a críticos y espectadores que no revelasen el giro final de la película. Han pasado treinta y tres años y hoy en cualquier historia del cine figura la pirueta. Que estalló en torno a la nominación de Jaye Davidson para los Óscar de ese año. Cuando su nombre se hizo público en la categoría de «mejor actor de reparto», el desconcierto fue mayúsculo. Pero a nadie se le ocurrió supeditar esa nominación a las ideas políticas o sociales de Davidson. Hubo, desde luego, cierto revuelo, hubo una bizantina discusión sobre si el nombramiento hubiera debido ser, más bien, para la categoría de «mejor actriz de reparto». Pero, hasta el día de hoy, nadie ha planteado una sola pregunta acerca de las convicciones ideológicas o políticas de Jaye Davidson, bellísima Dil de «Juego de lágrimas», que abandonaría el cine tres películas después.
Damos como normal lo enloquecido: que a un actor o actriz se le otorgue un galardón o se le despoje de él en función de esa trivialidad que son sus opiniones políticas. O sus fechados tuits. El equivalente exacto sería que un presidente del gobierno fuera destituido por recitar mal un soneto de Góngora o un monólogo de Beckett. Karla Sofía Gascón habrá realizado una mala o buena interpretación en la, pienso que muy menor, película de Audiard. Y a eso se reduce todo. Las convicciones personales de Gascón no son juzgables cinematográficamente. Como no lo son las de John Ford, o las de Hawks, o las Monty Clift, o las de Eisenstein, o las de Riefenstahl, o las del Duque Wayne. Hay que estar como una cabra woke para confundir artesanía y ética.