Una imposible belleza
Hace bien el señor Sánchez en no asistir a lo que, en latín eclesiástico o sin él, queda de aquel más alto ceremonial estético de la edad moderna: Trento. A una belleza así sucumbirían sus meninges.
Sánchez no asistirá a la gran liturgia funeraria en la Roma que despide a un Papa. Mejor así. Se aburriría. Y despilfarraría el tiempo ritual que debe sobrecoger a un hombre culto, a un hombre, sin más, dotado de percepción estética: la intemporal ceremonia de los adioses en la forma más alta de su artesanado.
Con el gran Jiménez Lozano conversé muchas veces sobre esa triste barbarie estética que anegaba nuestro mundo presente. Él fue el más imprescindible de los pensadores y literatos creyentes de mi tiempo. Yo me movía en la aspereza del mandato platónico de fijar fronteras entre conocimiento y creencia: la tierra de nadie. Los dos adorábamos por igual la gran escena litúrgica de Trento. Como uno de los más altos monumentos de ese consuelo irrenunciable de los humanos que es el gran arte, ese en el cual la dimensión humana trasciende sus herméticos límites y se proyecta hacia aquello que le es imposible atisbar, hacia aquello que sólo se da por ausencia. Si a algo se puede, en rigor, llamar lo sagrado es a eso: lo innombrable.
Cada cual a su manera y en la franja de tiempo que le tocó vivir, habíamos los dos atesorado la misma imagen: la de una de tantas viejecillas de pueblo a las que, en los años de nuestras respectivas infancias, habíamos visto seguir extáticas las palabras y gestos de una liturgia de la cual no conocían ni la lengua. Y ese éxtasis momentáneo era, sin duda, más verdadero que todos los retóricos pasmos que tantas gentes, que se dicen cultas, juegan –jugamos– a exhibir en un museo o en una sala de conciertos. La lingua sacra golpe al alma, precisamente porque el alma no sabe de dónde le viene.
La liturgia dice –intenta decir, al menos– lo que ningún lenguaje alcanza: lo infinito. Nosotros, en este terrible siglo que ha perdido aun el recuerdo de la conmoción estética, nos hemos hecho a despreciar lo primordial de esas escenas imposibles, que sólo en el rito bajan a rozarnos. Pero el rito es el código matemático de lo ausente. Que para tantos es única rutina en esta vida: ausencia, ausencia aun de la primordial añoranza de los inaccesibles absolutos. Y claro que yo puedo –y claro que, mucho más, podía don José Jiménez Lozano– adivinar cómo el mundo se deslíe en las notas del «Officum defunctorum» de Cristóbal de Morales. Pero, en esa plenitud que, en la exquisita versión del Gabrieli Consort dirigido por Paul McCreesh, está sonando ahora en mi biblioteca, en esa plenitud de añoranzas, habla lo humano que en vano pugna por fijar los átomos de infinito apresados por cada una de sus notas. El absoluto sólo estaba al alcance de aquella vieja aldeana que, en el lapso de apenas media hora, podía ser arrebatada por el éxtasis de una ceremonia sin grandes maestros, sin intérpretes virtuosos. Arrebatada el alma en el solo misterioso resonar de una lengua litúrgica que no entendía. Esa belleza hemos perdido. Creyentes como no creyentes. Todos.
Todo ángel dice Rilke que es mortífero, toda belleza. Hace bien el señor Sánchez en no asistir a lo que, en latín eclesiástico o sin él, queda de aquel más alto ceremonial estético de la edad moderna: Trento. A una belleza así sucumbirían sus meninges.