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La modernidad trae muchas cosas buenas, pero también nuevos problemas que, al nacer de un fallo tecnológico, tienen una onda expansiva inédita. El apagón demostró que gozamos de un bienestar sin precedentes gracias a los avances, pero también que sobrevivimos mejor con lo analógico, unas velas, unas cerillas y un transistor a pilas.

Es probable que la complejidad de los sistemas que facilitan la llegada de la luz, el transporte, internet o el gas al rincón más remoto nos haga también más vulnerables a los desperfectos y que, cuando se producen, tengan un efecto multiplicador exponencial.

Pero debe haber algo más, relacionado con la gestión de los recursos públicos, con las decisiones ideológicas, con los nombramientos de los responsables específicos de cada servicio, que potencia los estragos, reduce la prevención y produce al final la estampida de culpables.

Nadie se hace cargo de nada en la selva administrativa española, y justo cuando más esfuerzo fiscal hace el contribuyente, víctima de un saqueo legalizado, menos contraprestaciones recibe.

Hoy es tarea imposible conectar telemáticamente con la Seguridad Social o el centro de salud. Los trenes se quedan tirados a mitad de trayecto. Se detectan catástrofes como la Dana y nadie hace nada. Las Cercanías son un desastre cotidiano. Y todo un país se va a negro tras lustros de subidas de la factura eléctrica y una turra infatigable sobre las bondades de nuestro sistema eléctrico.

El antagonismo entre las maniobras confiscatorias del Estado, un usurero del esfuerzo ajeno, y su rendimiento, empieza a ser insoportable. Y la sensación de que el Estado de bienestar es la excusa para reforzar el bienestar del Estado alcanza ya cotas indecentes.

Si a esto se le suma el clientelismo político, que coloca a militantes en puestos clave con el único mérito de pertenecer al partido y guardarle lealtad ovina a su patrocinador, pues quizá empiece a entenderse por qué casi nada funciona como debería. Red Eléctrica, Paradores, el CIS, ADIF y tantos y tantos otros servicios estratégicos de un país están en manos de políticos sin formación en la materia o, en los escasos casos en que sí la tienen, sin otra función que colonizar hasta el último rincón del Estado con un soldado de una causa que no es nacional, sino partidista.

Y que, cuando llega el momento de la verdad, ese instante en el que el ciudadano puede entender la necesidad de perder sus recursos para atender un bien mayor que le asista en los peores momentos, se encuentra con un sopapo de incompetencia, omisiones y mentiras cuyo único objetivo es escapar rápido de la escena del crimen.

Una semana después no sabemos qué provocó el gran apagón y seis meses después de la Dana el único debate público es el papel de Carlos Mazón, como si en España no pagáramos un Estado con todos sus adornos para protegernos cuando nada más tiene capacidad de hacerlo. Y ahora vemos cómo 10.000 personas se quedan atrapadas en sus trenes, sin ninguna atención y muy poca información, y el ministro del ramo se dedica a poner mensajitos en las redes sociales para cubrir el expediente.

Las políticas del Gobierno de Sánchez, podridas de raíz por la infame decisión de Sánchez de compensar el desprecio de las urnas con un pacto mafioso con los enemigos de España, son en sí mismas un ataque al sentido común. Pero sus consecuencias cotidianas son, además, una agresión ya endémica a los derechos más elementales de quienes pagan la fiesta. Y aquí no pasa nada.