Me alegré (desgraciadamente)
Nos han ido echando a patadas y han hecho imposible que sintamos simpatía hacia esa entidad
Me fui a dormir ese día cuando todavía no había acabado el gran duelo. Al despertar, todavía en la piltra y legañoso, mi primer reflejo fue el de cada día: abrir El Debate en el móvil y echarle un ojo. Y allí vi el resultado. El Fútbol Club Barcelona había perdido en Milán, por 4-3, y lo habían largado de la Champions. Confieso que me alegré (por desgracia, pues como español me habría gustado que no fuese así).
Si mañana fundásemos la AEEB (Asociación Española de Ex Barcelonistas), seríamos legión. Simpatizábamos con el Barcelona, era nuestro equipo. Pero nos echaron a patadas al convertirlo en un ariete contra España y en una organización desagradable, que bracea siempre en la queja victimista y el chamullo.
En mi infancia en el córner coruñés tenía querencia por el Barça, pues el Dépor estaba sumido en la Segunda, como ahora (por cierto, nuestro presidente, el banquero Escotet, podía rascarse un poco el bolsillo y fichar tropa para ascender). En mi temprana conversión a la fe blaugrana influyó mi padre, de un antimadridismo que frisaba lo patológico. Pero lo que me ganó definitivamente para la causa fue el fichaje de los «melenudos holandeses» Cruyff y Neeskens, cuyo glamur me parecía el summum de la modernidad.
Mi barcelonismo, sin ser entusiasta, me duró todavía hasta la treintena. No es que fuese muy culé, pero en un Real Madrid-Barça prefería más bien que ganase el segundo.
Poco a poco, el Barcelona comenzó a pegarme patadas en la espinilla. Primero fue el lema petardo del «somos más que un club», dando a entender una intención política nacionalista. Luego llegaron el insufrible separatista Guardiola y el progresivo uso del catalán, que iban levantando un muro excluyente frente a la afición del resto de España. A partir de 2015, con el envite del «procés», se produjo ya la completa salida del armario, con una repugnante decantación a favor del separatismo. Ahí ya me di de baja.
Luego vinieron además sus chanchullos económicos, su rollito quejica, sus cheques durante años a los árbitros, y hasta su enchufismo con Sánchez, que ha hecho posible, por ejemplo, la contratación de Dani Olmo de una manera irregular, que no se le habría permitido a ningún otro club. Resultado: confieso con pesar que he pasado del barcelonismo de mi infancia y juventud a que no los trago.
Y aquí entra un asunto muy importante, del que muchos catalanes, incluso algunos de los que por fortuna se sienten españoles, parecen no percatarse: el afecto es un camino de ida y vuelta. Se cosecha lo que se siembra.
Si vas de divino. Si crees que levitas y estás por encima del resto de los españoles. Si exiges todo el puñetero día un trato especial en nombre de no se sabe que (mendaz) superioridad. Si los partidos nacionalistas que te representan en el Congreso postulan romper España y desprecian el interés general. Si jamás reconoces la inmensa ayuda de toda España a Cataluña a lo largo del tiempo, con todo tipo de gestos a su favor, empezando por el ventajosísimo arancel textil del XIX, pasando por todas las financiaciones a la medida de su ombligo y acabando por el privilegio en las ayudas antiaranceles de anteayer... Si ocurre todo eso, al final tus compatriotas se hartan de que les restriegues por la cara tu presunto plus de categoría.
Hablo con un gran amigo de mi quinta, furibundo culé, que sigue fiel al Barcelona. Lo razona así: «Ya lo sé, sí. Sé que son el equipo del separatismo y que son insoportables. Pero esto es algo que no se puede controlar. El club de fútbol que eliges de niño ya no lo puedes cambiar, porque es un sentimiento. A mí con el Barça me pasa como a los que se enamoran de una mujer fatal».
Es un argumento. El mío es otro: soy español y no quiero animar a un equipo que se declara antiespañol. Y no es un problema mío, son ellos los que han elegido dejarme fuera del «més que un club», algo que no hace el Real Madrid, donde todos somos bienvenidos.