El juez Marchena, ese golpista
El señalamiento del mítico magistrado es otra prueba del acoso al Tribunal Supremo, cuya independencia ha de ser defendida
Hace unos días, el diario El País daba hueco en su portada a este lisérgico titular: «El juez Marchena se une con un libro a la ofensiva contra el Ejecutivo». Se refería el periodista a la publicación de un ensayo sobre la salud de la Justicia, los riesgos que padece y las injerencias políticas que soporta, escrito por quien fuera presidente de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, un bastión del Estado de derecho amenazado por quienes, simplemente, no creen en él.
La pornográfica transformación de una advertencia sensata en una conjura siniestra explica a la perfección por qué, en plena oleada de causas judiciales contra el Gobierno, se quiere hacer creer a la ciudadanía que el debate no versa sobre las responsabilidades políticas y legales de Pedro Sánchez y de su entorno, sino sobre los tejemanajes conspiradores de unos cuantos jueces, empadronados en la célebre fachosfera, para armar casos falsos que derriben al indefenso presidente socialista.
Cualquiera que se preocupe por leer los autos, sentencias, oficios y resoluciones judiciales de cualquier caso, sea para procesar a David Sánchez o para absolver a Dani Alves, llegará a la conclusión de que no hay ni una sola decisión judicial que no cumpla los parámetros exigibles en un Estado de derecho: un razonamiento jurídico extenso, un conocimiento absoluto de las leyes vigentes, un análisis exhaustivo de las pruebas e indicios existentes, un laborioso cotejo de testimonios variados y, por último, una conclusión coherente y defendible, sea comporta o no.
Solo en las cacicadas de Conde Pumpido y sus adláteres en el Tribunal Constitucional, como la relativa a la intolerable anulación de lo mollar de la sentencia de los ERE para favorecer y casi beatificar a Chaves y Griñán por orden de Sánchez, se conculca la certeza de que los jueces invierten bastante más tiempo, conocimientos y razonamientos en sustentar sus decisiones, a menudo contestadas desde el poder político o mediático con brochazos indignos hasta de la barra de bar más chabacana de un polígono industrial.
Aunque resulta repudiable ver al PSOE persiguiendo jueces e incluso intentando legislar contra ellos para anularlos o ponerlos al servicio de su causa, en realidad en mucho más grave que tantos y tantos le acompañen en ese viaje a las penumbras del Estado de derecho, con bulos, libelos y mentiras resumidas en ese titular infame contra un jurista irreprochable que además, desde el Supremo, asumió un papel impagable en la defensa de la Constitución, del Código Penal y hasta del sentido común.
Que el poder intente librarse de las consecuencias de sus excesos forma parte de la historia de la humanidad, desde Calígula hasta Sánchez, y por lamentable que sea, no resulta sorprendente. Sobre todo, como es el caso actual, cuando a las consecuencias estrictamente políticas habituales, resumidas en la pérdida oprobiosa del poder, se le añade la posibilidad cierta de pagar un precio penal personal: el líder socialista no pelea ya solo por perseverar en la Moncloa; quizá lo hace también por no dar con sus huesos presumidos en el frío banquillo de un juzgado contiguo al de su esposa, su hermano y su mano derecha de toda la vida.
Pero que el hábitat anexo se sume con fervor a ese viaje degradante es menos habitual: las líneas editoriales legitiman la toma de posturas en debates donde caben posicionamientos respetables e, incluso, admiten una desigual apreciación del castigo razonable ante unos hechos. Pero no legalizan la mentira, la negación de los hechos y el acompañamiento a la escena del crimen para borrar las huellas y, si es posible, incriminar al policía depositando allí pruebas falsas contra él.
Marchena fue un gran juez y el Tribunal Supremo sigue siendo una garantía democrática cuya independencia es imprescindible para distinguirnos de una tiranía tropical. Y cualquiera que se sume, con sutileza o sin ella, al acoso sistemático de presuntos delincuentes a los encargados de juzgarles, es un cómplice impresentable de un desafío inadmisible a la propia esencia del Estado de derecho. Marchena ha emitido una señal de alerta, como los bomberos en su parque cuando hay un incendio, y solo los mamporreros del sistema ven en eso una amenaza en lugar de una ayuda inmejorable.