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Perro come perroAntonio R. Naranjo

El siguiente en el Supremo, Pedro Sánchez

Todo lo que hace el alocado dirigente socialista solo puede tener una explicación: su temor a acabar como Ábalos, García Ortiz o Begoña

Actualizada 15:53

El ruido político y mediático cada vez que Pedro Sánchez tiene un problema, que es siempre, pretende convertir en un debate razonable entre dos posturas antagónicas legítimas lo que no es más que la confrontación entre los hechos y la propaganda, trufada ésta de asuntos periféricos ciertos para intentar dar credibilidad, sin éxito, a una versión simplemente falsa e interesada de la verdad.

Que la respuesta sistemática de los autos judiciales, los informes de la UCO y las revelaciones de la investigación periodística sea meterlo todo en el saco genérico de una conspiración política perpetrada desde las penumbras ya desvela el patético juego, cuya tensión necesita subir en decibelios y vatios cuando irrumpe en escena otro escándalo superior al anterior pero inferior al siguiente.

Por eso ya empiezan a hablar incluso de «golpe de Estado blando», que efectivamente está en marcha desde hace tiempo, pero con otro impulsor y protagonista: el propio Pedro Sánchez.

La profundidad y precisión de toda la documentación acumulada, publicada o instruida sobre José Luis Ábalos, Begoña Gómez, David Sánchez, Leire Díez o Álvaro García Ortiz reclama, como poco, un escrupuloso respeto a las consecuencias legales que todo ello tiene, dentro de procedimientos perfectamente reglados, con todas las garantías procesales y la posibilidad de recurso.

La ira desatada desde el Gobierno y sus tristes altavoces, que son al periodismo lo que el canibalismo a la gastronomía, no solo es en sí misma una prueba anticipada de culpabilidad; también es la pista que regala el sanchismo para revelar cuál es su estrategia y cuál es el miedo que lo mueve todo.

De lo primero no hay duda: situar en la escena pública un relato que transforme la acción del Estado de derecho en una especie de insurgencia sincronizada contra la democracia y a continuación, por la gravedad de ese desafío fascista intolerable, justificar cuantas medidas haga falta aplicar para anularlo como sea en nombre del bien común. Aunque en realidad se trate de dotarse de inmunidad y de impunidad ante tanto escándalo sin precedentes.

Pero lo segundo está más abierto: obviamente Sánchez pelea por el poder, como ha hecho siempre a cualquier precio desde 2018, pero ya no llega con ese objetivo para explicar su pavorosa guerra sucia contra todo y contra todos, con un desprecio por las reglas del juego, las instituciones, la imagen personal, el sentido común más elemental y las fuerzas propias que ya traspasa fronteras y le retrata como un vulgar Maduro pasado por una tintorería buena de Pozuelo.

Y ese extra solo puede ser su temor a que el próximo en visitar el Tribunal Supremo sea él mismo, cúspide inevitable de las distintas tramas que le rodean, en su partido y su familia: su complicidad con todos ellos, por acción u omisión, está ya fuera de toda duda y en cualquier democracia decente hace tiempo que le hubiera costado el puesto.

Pero la incógnita es si, además de tolerar todos esos bochornos en tantos frentes distintos, todos unidos por su visto bueno, se benefició en algún momento de todos ellos o si, al menos, su complicidad pasiva contiene trazos de consecuencias penales y no solo estrictamente políticas.

Sánchez ya no está luchando solo por su supervivencia, convirtiendo la Presidencia en un escudo impúdico y el BOE en la escopeta que todo atrincherado porta para defenderse de la Guardia Civil: lo está haciendo por no acabar en el banquillo, algo que los informes de la UCO y los autos de distintos juzgados van perfilando, tacita a tacita, por muchas presiones repugnantes de este chavismo cutre encabezado por un comandante de mercadillo.

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