Pinganillos para Ayuso
Lo provocador no es quitártelos sino dejártelos poner sin protestar para que te traduzcan mensajes de atraco
No se recuerda la presencia de traductores simultáneos en los encuentros de Santos Cerdán y medio PSOE con Puigdemont, en Waterloo o en Suiza. Tampoco en la recepción que Pedro Sánchez le dio a la delegación de Bildu que le había hecho presidente, con ese apretón de manos e intercambio de sonrisas con Mercedes Aizpurúa, la jefa de Egin que, al acabar el secuestro del funcionario de prisiones Ortega Lara, tituló en portada: «Vuelve a la cárcel».
No constan pinganillos, en fin, en ninguna de las reuniones que el PSOE ha mantenido con ninguno de los partidos que luego se los han impuesto al PSOE en el Congreso y en el Senado y tienen a Albares de agente comercial por Europa, llamando a puerta fría a cada Estado miembro para venderles que el catalán, el euskera o el gallego sean tan oficiales como el francés, el inglés o el español.
Ni siquiera han necesitado de asistentes para traducirse cuando celebran cumbres exclusivamente nacionalistas para discutir la mejor manera de extorsionar a Sánchez: en todos los casos citados, los portavoces de Junts, PNV, ERC, Bildu o el BNG se entendían entre ellos o con el PSOE en español. Porque es su lengua, es lo práctico y el paripé de la traducción está muy bien cuando lo pagan los ciudadanos, pero duele si lo tiene que sufragar uno mismo.
Con esos precedentes, el escándalo ha sido, para algunos memos, que Isabel Díaz Ayuso se niegue a ponerse pinganillos para entender a Illa en catalán o a Pradales en vasco, en una reunión de presidentes autonómicos en la que todos hablan y entienden el español, pero unos pocos no quieren usarlo, no sea que parezcan un poco españoles y eso afecte a sus expectativas electorales.
Es decir, que en España se pida hablar español entre españoles es una provocación, como también lo es preferir dar la mano que recibir dos besos de la jefa de un partido que te llama asesina de ancianos, por los 7.291 muertos en las residencias madrileñas, pero no tiene interés alguno en las al menos 143.000 víctimas restantes de una pandemia que su Gobierno gestionó con la misma destreza que un mono armado con una escopeta.
A esto hemos llegado. A que alguien parezca agresivo, fuera de lugar, incómodo, desafortunado o vanidoso por negarse a participar en una pantomima con efectos secundarios perversos o reaccione como cualquier ser humano lo haría si le insultan y acosan.
Porque no tiene nada de inocente llamarte asesino de ancianos en el mismo país que convierte a Otegi en socio de Gobierno y obligarte a ponerte un pinganillo en la misma España que privilegia a un prófugo catalán y al próspero País Vasco, sede de un paraíso fiscal, por la única razón de que un tipo que perdió las elecciones y chapotea en un fango insoportable de corrupción y guerra sucia necesita los votos de esa tropa para ser presidente.
Si Ayuso también traga con todo eso, naturalizaría el abuso y daría carta de normalidad al atraco a plena luz del día que el nacionalismo perpetra con la complicidad de quien debería ser el primero en frenar a los ladrones pero es su mayor cómplice por razones de estricta supervivencia.
Lo extraño no es que la presidenta de la Comunidad de Madrid le niegue el consentimiento a la besucona ministra de Sanidad o defienda que, entre españoles, se hable en el único idioma que todos conocen; sino que solo ella diga lo evidente y se quede más sola que la una, sin que al menos sus propios compañeros de otras autonomías la secunden y procedan de la misma manera.
No era tan difícil: bastaba con hacer lo correcto y entender que la provocación nunca es saber estar en tu sitio, por incómodo que resulte, sino meterte un pinganillo en la oreja y algo peor en otros orificios más meridionales. Cuando se lo saquen, lo mismo ya es tarde.