¿Es una casualidad el caos ferroviario?
Sánchez prefiere siempre el caos a la rendición de cuentas y por eso hay que hacerle algunas preguntas
Desde que Óscar Puente es ministro de Transportes, le hemos conocido más por sus peleas y desastres que por sus logros, con ocasionales momentos de lucidez en los que parece haber recordado el cargo público que representa, tan pasajeros como emotivos.
De él se recuerdan sus bravatas hacia Javier Milei, su defensa indirecta de Ábalos con auditorías que no superan los controles de calidad más elementales, su defensa cerrada de Pedro Sánchez y su activismo antifascista, este último similar al de un piloto japonés sonado combatiendo aún en la Segunda Guerra Mundial 30 años después de haber terminado.
Pero no se recuerda una explicación razonable sobre la certeza de que su departamento, al menos en el pasado reciente, fue el epicentro de la corrupción que se va a llevar por delante a su Gobierno y a su partido, en una ceremonia de gota malaya espléndida para los amantes de las venganzas a fuego lento pero incompatible con las necesidades de España: que acabe pronto es imprescindible, por muy divertido que resulte ver la agonía de quienes se han tirado años persiguiendo al Estado de derecho y ahora se enfrentan al juicio de la historia. Y de los tribunales.
Tampoco ha sido capaz Puente de justificar, con respeto a los ciudadanos y el rigor exigible, las causas reales del caos ferroviario que le acompaña, con reiteradas escenas más propias del Tercer Mundo: embarazadas, bebés, jubilados y viajeros en general tirados en arcenes y descampados, con sus trenes varados como una ballena en la orilla, sin víveres ni traslados ni aire acondicionado, durante largas horas incompatibles con el esfuerzo fiscal de los contribuyentes, el mayor de la historia, y las comodidades que disfrutan Puente y los suyos.
Puede parecer algo demagógico, pero no lo es: no puede ser que un tripulante de un AVE a Sevilla se enfrente a una epopeya similar a la de Ulises buscando Ítaca y que, mientras, Sánchez se coja el helicóptero para recorrer los quince minutos de coche oficial que separan la Moncloa de la base de Torrejón. Como no puede ser que el mismo ministerio que cobijaba novias y apaños y simbolice la corrupción sistémica de la Tangentopoli sanchista sea el que más fracasa y más en público.
Así que o son unos inútiles o, además de eso, tienen un plan. Aunque no somos nada amantes de las teorías conspiranoicas, improcedentes siempre e innecesarias en una España en la que la realidad más tenebrosa supera a la ficción más perspicaz, hay que preguntarse por qué las averías casi siempre ocurren en Madrid y Andalucía, casualmente los dos territorios más despreciados por el jefe de Santos Cerdán. ¿Serían tan frívolos en la prevención y tan despectivos en la respuesta si el desastre endémico ocurriera en Cataluña?
¿Y acaso es también casual que, con el furor nacionalizador del Gobierno y su inquina a la libertad de empresa y de mercado, el señalamiento sea al exceso de operadores privados en las vías más que al gestor público de las infraestructuras, que es ADIF, verdadero y único responsable de todo?
Aún más, ¿no es llamativo que, con ese inaudito mensaje político, cada vez más frecuente, de que el récord de turistas a España es un problema y no una bendición, se sea tan laxo con el evidente descrédito que provoca en el extranjero el desastre ferroviario o las estampas de indigencia, suciedad e inseguridad en la T4 de Barajas?
Que Sánchez prefiere un apagón o un caos a un Koldo o un Cerdán no es discutible: cualquier cosa es mejor que la discusión pública sobre si es el capo de la Mafia o su mayor beneficiario. Pero sin necesidad de especular, la sensación de que nada funciona cuanto más impuestos se pagan está más extendida que la marea fétida que cerca la Moncloa y en cualquier momento anegará el despacho del Don Teflón que vive en ella.